Eduardo Andrés Gasquez

(Formosa, 1978) Docente, escritor. Licenciado en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba. En la actualidad se desempeña como docente de nivel Secundario y Superior (Lengua y Literatura de 4º, 5º y 6º año, Literaturas en lenguas Extranjeras II y Literatura latinoamericana II). 
Trabajó en la Subdirección de Letras y Bibliotecas de la Provincia de Córdoba hasta 2016 y  participó en la Feria del libro Córdoba coordinando el Espacio de Narrativas Cordobesas y distintas presentaciones de libros y autores. 
Formó parte del consejo editorial de la revista Palabras de Poeta, algunos de sus textos, ficcionales y no ficcionales, fueron publicados en distintos medios gráficos. 
En agosto de 2018 se publicó el libro El género negro en cinco autores latinoamericanos, (Entrevistas a: Ramón Díaz Eterovic, María Inés Krimer, Fernando López, Élmer Mendoza y Leonardo Padura) realizado de manera conjunta con Leandro Calle. En 2019 publicó el libro de relatos La casa rusa.

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Selección del libro LA CASA RUSA

2019. Babel Editorial, Córdoba.

La casa rusa 

            Con Jazmín nos conocimos en la clínica donde ambos estuvimos hospedados algún tiempo por diferentes motivos. Yo ingresé por una depresión que acompaña a mi familia por generaciones (coronada con un intento de suicidio, como dijeron algunos parientes puritanos que nunca coquetearon con drogas y cuchillos), ella ingresó por ludopatía según sus propias palabras. Pero realmente no creo que ese haya sido el verdadero motivo de su internación, al menos no el único. Los rótulos generalmente suelen ser injustos e imprecisos. Insuficientes en este caso.

            Esta vez, la del encuentro con Jazmín, nadie me fue a ver, no les estaba permitido, pero deduzco que no se hubiera abarrotado el lugar si el aislamiento hubiese sido levantado. Relativo aislamiento para ser preciso, puesto que como nunca antes, interactué con los otros internos en las actividades propuestas por los coordinadores del grupo: talleres de carpintería y jardinería, juegos de los más variados que casi siempre terminaban con alguien llorando o gritando y paseos, muchos paseos. En la habitación estaba solo y daba gracias por ello.

A muchos de los pacientes ya los conocía, por lo menos de vista; el circuito de desquiciados y perdidos, de drogones, de locos, no es muy grande en la ciudad de Córdoba. Pero a Jazmín no la había visto nunca, daba la impresión que nadie la había visto nunca, ni dentro ni fuera del hospital. Como si se hubiera materializado ese mismo día ante mis ojos.

En una de las salidas, cuando nos soltaban a caminar un rato por las inmediaciones de la clínica, concretamente por una pequeña plaza de juegos del barrio a la que hacía años no se acercaba ningún niño (las innumerables colillas en las cercanías de las hamacas, en la arena de todos los juegos, eran una prueba suficiente, también los vidrios, también las botellas, también los locos), Jazmín habló por primera vez sobre la experiencia que la había arrastrado hasta la clínica. Me contó sobre “La casa rusa”.

Era un juego y había llegado de Brasil, no de Rusia como creí en un primer momento, de la mano de un tal Fouso o Couso hacía un par de años y no eran pocos los seguidores que arrastraba por todo el país. En Córdoba hacía relativamente poco que el juego había ingresado, pero no por eso faltaban los adeptos. Generalmente las contiendas eran por zonas (Norte, donde se había iniciado, Centro y Sur), tenían lugar una vez al mes o cada dos meses y se realizaban en el sitio que fuera propicio (mejor postor o dinero seguro para los organizadores, mayor seguridad o impunidad, y cosas por el estilo).

Ella, Jazmín, había seguido esa “pasada” por mucho tiempo (a mí me asombraba la precisión de los términos que usaba, la jerga parecía exacta, coincidía a la perfección con el mundo que estaba contando; toda ella me asombraba y deslumbraba); era muy difícil entrar, todo el tiempo cambiaban la sede de juego y los mecanismos de participación. Luego de meses de perseguir fantasmas consiguió su oportunidad. El relato de esa experiencia fue asfixiante y encantador. Como Jazmín.

***

            Sentados alrededor de la mesa los jugadores sienten cómo el calor intenso penetra cada centímetro de los cuerpos inmóviles, dejándolos pesados, pegajosos. El aire traslada la incomodidad a cada rincón de la garita de chapas candentes como si fuera un mensajero ineludible, como la misma muerte. El crujido del techo al caer la palada de brasas es compartido por las tres personas que se estremecen y se miran las caras en un juego demencial.

Después de un tiempo una de ellas se para, apaga el ventilador que distribuye un poco del aire que ingresa por una especie de grieta en la chapa, y sale de la garita; los otros dos cuerpos no dicen nada, tienen que cuidar sus fuerzas al máximo y lo saben. Ignoran los gritos eufóricos que se cuelan en la casilla cuando la puerta se abre, su tiempo es otro, sus apuestas son otras y las voces les resbalan como las gotas de transpiración en sus cuerpos.

El  calor aumenta con las nuevas paladas de brasas que caen sobre el techo de chapa (los de adentro ya han perdido la cuenta, es la etapa decisiva de la pasada cuando esto ocurre). Las cenizas y chispas ardientes que se filtran desde arriba vuelan y terminan adhiriéndose a los cuerpos mojados de sudor, causando la sensación de intensos pinchazos. El olor es espantoso y respirar ese aire candente y apestoso se vuelve una tarea casi imposible. De vez en cuando las miradas de los hombres se cruzan pero no se detienen, pareciera que sostener la vista en el otro dejaría al descubierto la vulnerabilidad  que cada jugador lleva a cuestas. O tal vez es el miedo de reconocer en la mirada del otro mayor resistencia al dolor, mayor reserva de fuerzas.

No hablan, casi no respiran y el calor sigue aumentando con las sucesivas paladas de brasas que se repiten rigurosamente cada cierto tiempo que los de adentro ya no pueden calcular ni medir, la piel les duele al mínimo contacto o movimiento y la cabeza parece que está a punto de estallarles en un millón de pedazos. Los cuerpos hierven de fiebre, las bocas pastosas les impide articular palabra, todo sigue quieto salvo las gotas enormes que descienden los cuerpos y se unen a otras gotas que van a parar al suelo formando pequeños charcos que no tardan en evaporarse.

La temperatura aumenta, menos en uno de los cuerpos que comienza a enfriarse pese al empecinado calor del entorno, pero el otro hombre ya no tiene las energías suficientes para moverse o hablar y ni siquiera nota que su rival ha muerto, aunque sabe que él mismo  pronto morirá. Se queda quieto y espera el final.

            Afuera un reloj corre y los apostadores no tienen idea que será imposible saber quién fue el ganador o quién fue el último en morir. Las enormes pantallas sólo muestran la quietud de dos cuerpos. Habrá problemas y seguramente algún disturbio considerable que se resolverá con sus propias y extrañas reglas.

***

“La casa rusa”, desde entonces, me obsesionaba tanto como Jazmín. Al salir de la clínica, unas semanas después que ella, no hice otra cosa que buscarlas como un enajenado, como un loco. No eran muchos los datos que me había dejado pero parecían precisos pese a todo. Estaba seguro que si encontraba a una encontraría a la otra. No importaba el orden.

***

Llegué al sitio que me habían indicado en las afueras de un pequeño pueblo cercano al límite entre Córdoba y La Rioja, un grupo de personas estaba junto a un enorme fogón, parecía no importarles el calor. A metros de allí vi la casilla de chapa y a Jazmín con unos enormes ojos de Kamikaze que se posaron en mí pero parecían no registrarme. Como ahora, cuando el calor abrasa y el sudor empapa nuestros rostros. Los dos callados, los dos quietos.


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Próximo pasado

 

Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (=despertar). Ignoro si recordar tiene relación con el corazón, como la palabra cordial, pero me gustaría que así fuera.


Mario Levrero, El discurso vacío

1.

«Mi familia te quiere lo justo para no odiarte. No te hagas el boludo que no te sobra nada». Esas  palabras, en boca de Andrea, sonaron como la sentencia de un juez  (que yo intuía, e incluso cumplía, desde hace tiempo). Mi casa era prestada, el trabajo era prestado, las vacaciones eran prestadas; me atrevo a pensar que Andrea, con su rebeldía de cigarrillos negros y su belleza algo aniñada, también era prestada. Todos lo sabíamos, por lo que mis parámetros de tolerancia respecto a su familia tendían a dilatarse hasta niveles insospechados. Algunas veces intentaba hacerles notar algo que me permitiera soportarlos: creerme mejor que ellos. Pero desistía rápidamente.

Ella pronunció aquello como si le fuera ajeno y reflejara sólo las ideas que otros tenían de mí, como si no la incluyera en absoluto. Pero cada acción que llevó adelante durante la conversación, idéntica a cualquiera mantenida en el último tiempo, denotó la tensión que la dominaba: su mirada de reprobación cuando se chorreó el mate que le estaba cebando o cuando me mordía las cutículas, todo daba lo mismo. Todo la irritaba. Yo la irritaba.

Momentos después, solo en el cuarto, miraba el aire caliente del verano llevarse el humo del cigarrillo por la ventana. La frase seguía rebotando en mi cabeza, haciendo un daño imperceptible y constante, como una gota infinita sobre una piedra que acabaría por ser derrotada. En esas vacaciones la casa, el pueblo, incluso esa parte del mapa de Traslasierra, estaban en silencio a la hora de la siesta. No había vida más allá de las orillas de los ríos o en las, cada vez menos escasas, piletas de la zona. Unos ladridos de perros peleando (ese sonido inconfundible de saña e inocencia, de instinto) me arrancaron de aquellos pensamientos.

 

2.

Sentado frente a la computadora  escucho los ladridos y los gritos que vienen desde afuera e interrumpen una desconcentración prolongada. Dos perros pelean en la calle, luego se suman gritos.  Al acercarme a cerrar la ventana, abierta para que se renovara el aire viciado por humo y olor a transpiración, veo al Negro con el perro apretado entre los dientes, sacudiéndolo con fuerza, sin ningún tipo de remordimiento. El Negro es mi perro.

Desde donde estoy puedo percibir cómo la sangre decolora lo que antes había sido un pecho amarillo (del Negro) y un lanudo cuerpo blanco (de Pelota, el perro de los vecinos). En cuero y descalzo, bajo los escalones que unen las dos plantas de la casa. Cuatro zancadas y un giro agarrado de la baranda del descanso, más unos cuantos pasos desaforados para llegar a la puerta. Aun así todo me parece lento, como moverme bajo el agua. Los gritos siguen, lo mismo que los sonidos de la pelea –que ya ha dejado de ser tal para convertirse en un juego solitario–. Me parece que nunca voy a alcanzar ese tiempo y lugar: afuera con los perros ensangrentados. Desesperación y lentitud se combinan, se retroalimentan, se intensifican.

El portón de entrada, el que separa la puerta de la casa de la vereda, está abierto y se azota para hacer notar de quién es la responsabilidad y dirigir los reproches hacia donde sean efectivos: Andrea, ella suele dejar mal cerrado el portón. En la calle, un círculo de cuerpos delimita la última escala de la riña y nadie se atreve a intervenir ante semejante ferocidad, o lo que queda de ella. De un salto estoy frente al Negro que sacude un cuerpo inerte, el de una presa. Lo agarro del collar sin lograr que suelte al otro perro. Lo pateo en el costado con el empeine del pie descalzo con una brutalidad de la que no me creía capaz hasta este momento. Siento en mi propia piel reventarse el cuerpo del Negro por dentro, los huesos, las vísceras. Escucho el sonido del impacto y el quejido posterior, una violenta exhalación. Suelta la presa. Enceguecido lo agarro del pellejo del lomo con las dos manos y lo levanto de un solo movimiento. Lo llevo hasta la casa con las cuatro patas sacudiéndose en el aire y lo arrojo contra la pared del garaje; queda petrificado con la cabeza gacha y la cola cubriéndole los genitales.

Ningún sonido proviene de la calle. Salgo nuevamente y Lucas, un vecino, junto con su novia me relatan lo que ha sucedido. Escucho fragmentos. «Sofía y Luli jugaban con Pelota al frente de tu casa», Lucas habla y gesticula mucho, «Apareció el Negro y lo agarró al Pelota del cogote». Todo está claro. « ¿O no Julia que nos recagamos de miedo?», la chica asiente en silencio, blanca como los fantasmas de los dibujos animados, pero éste parece ser un rasgo anterior a la pelea de los perros. Eso, por algún motivo, me tranquiliza un poco.

Vuelvo a casa, el Negro está encogido en un rincón, pidiendo disculpas por algo que no entiende muy bien; está asustado y con sangre en la boca (sangre propia y ajena). Siento ese olor flotar en el aire, un olor fuerte y dulce que se queda pegado a la nariz, un olor conocido.

 

3.

En 1982  mi  padre, en un campo de Corrientes, ahorcó a uno de los perros de la casa colgándolo de un árbol; fue por matar los pavos de un vecino. Lo había visto llegar con todo el pelaje sucio de plumas y sangre y algo lastimado por el ataque de otros perros. Tengo grabada una imagen brillante, viscosa y un olor intenso. Mi padre, a quien casi no le conocía la voz, con una concepción de justicia incomprensible para un chico de diez años,  hizo «Lo que tenía que hacer». Era un hombre de campo. De Corrientes. Mi padre. Me acuerdo del silencio y la precisión de sus movimientos, de la tensión del lazo, del pucho colgando de sus labios, del  desconsuelo y el odio que me embargaron entonces. Ese día me escondí en un tanque abandonado. Lloré todo lo que tenía que llorar.

 

4.

Le di la espalda al Negro, que no se movía, y busqué un cuchillo en la cocina, fui hasta el patio y corté la soga plástica para colgar la ropa. Mis movimientos eran lentos pero exactos, como si formaran parte de un ritual ancestral. Del mismo modo descolgué una enorme maceta de un gancho sujetado a la pared y pasé la soga por el orificio que ofrecía. Agarré al perro sintiendo su respiración pesada y el vibrar de su chillido apenas audible. Le até el extremo de la cuerda al cuello, los pelos se me enredaban en las manos, y tiré. El Negro se paró en dos patas siguiendo la orden de la cuerda, después trató de caminar por la pared sin conseguirlo. A medida que el cuerpo subía, el nudo se apretaba con más fuerza en su garganta. El Negro se zamarreaba y la soga me quemaba las manos, hasta que todo acabó. Menos el dolor en las manos y en el pecho, que se convertirían en una cicatriz, en una marca.

 

5.

Un bulto negro se hamacaba detrás de mis ojos, un dolor, como fuego, me recorría el pecho y se escapaba por las manos. Todo volvía, siempre se repetían aquellas cosas. Abrí los ojos y comencé a hablar. 

«Me parece bien» fue la respuesta de Andrea a un largo planteo en el que yo traté de argumentar que nuestra relación no conducía a nada, que lo más conveniente sería separarnos. No esperaba lágrimas ni un episodio histérico, pero ese acuerdo lapidario me dejó helado –aunque herido es el término que mejor se ajusta a lo que sentí entonces–; de todos modos hice mi mejor esfuerzo para mantenerme simplemente helado. Hubo un silencio prolongado, luego ella hizo su petición. Yo acepté sin reparos. La separación se concretaría al término de las vacaciones familiares.

Cuando Andrea abandonó el comedor del departamento encendí un cigarrillo mecánicamente, como si fuera un conjuro contra algo. Esperaba el próximo recuerdo mirando el humo perderse por la ventana. Esperaba el fin de esas vacaciones.

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