Carlos E. Gili

Nació en 1938. Médico y escritor.  Ha publicado 30 libros de diverso géneros (novela, cuento, poesía, ensayo, libros de viaje). Recibió numerosos premios, de los que se destacan: 1° premio  a la trayectoria literaria “Deodoro Roca”; 1º premio “Manuel Galvez” (1.100 autores), y la “Faja de Honor” SADE nacional. A nivel internacional: el “Argentino-uruguayo de cuentos”, el “Latinoamericano  de  Escritores”, el “Gente de Paz”  (Barcelona), el 1º premio “Iberoamericano de Ensayo SADE 99” y el 1º premio  “Atlántida”   (3.500 autores de 16 países con jurado de Adolfo Bioy Casares, Beatriz Guido y Marco Denevi).


 

LA SOMBRA DEL ÁGUILA

Libro de cuentos. Ediciones CODEC, 1978. También incluido luego como el capítulo “La sombra” en la novela Su Augusta Excelencia, “Ediciones del Copista”, 2006.

 


  Agamenón Prieto apoya con firmeza su bastón de ébano en el mármol blanco de la majestuosa escalinata, y comienza a subir lentamente. El cuerpo enjuto y seco de tanto alimentar tiempos amaga con quebrarse  bajo el peso de la espalda encorvada, pero una oscura fuerza interior transmitida al puño lo sostiene y le impulsa el pie hacia el peldaño siguiente. La cabeza permanece erguida y los ojos negros y duros continúan disparando aceros. El rictus que le estira los labios hacia la comisura izquierda ratifica el gesto de soberbia que se presiente bajo la espesura gris de la barba.

  Sin embargo, bajo su aparente aplomo, Agamenón Prieto desconfía. Lo confirma esa docena de uniformados que, metralleta en mano, se esparcen por el contorno de la enorme  sala, y hasta parece certificarlo ese frío y solitario ascenso hacia el comedor, donde el fiel Arísitides lo espera con el almuerzo servido.

  Aunque afuera la arena gime entre los palmares apuñalada por un sol ardiente y vertical, El Padre de los Pobres arroja la punta de su poncho rojo y blanco sobre su hombro derecho, se arrebuja con él y continúa subiendo. Recién cuando Arístides esconde el moño negro de su atuendo bajo la impecable reverencia -cotidianamente reiterada desde hace veinte años- y deja visible sólo la resplandeciente blancura de su pelo y su jaquet, Agamenón Prieto se detiene. Más allá del ventanal de vidrio blindado, el mar y la brisa se empeñan inútilmente en cristalizar espumas murmurantes y en susurrar cálidas cadencias entre las hojas de las palmeras: el hermético aislamiento de la mansión impide que El Jefe las oiga.

  Pero aunque pudiera oírlas, Agamenón Prieto no les prestaría atención. Porque otras voces, más íntimas y profundas pero al mismo tiempo más insobornablemente presentes, le están dulcificando la nostalgia o hiriéndole los recuerdos con la fuerza inapelable de los hechos consumados.

  Cuando, ya sentado a la mesa, desliza una fría mirada de indiferencia sobre el robusto cuerpo del Overo, el híbrido se la devuelve convertida en una tibia mezcla de temblor y miel. Pese al reclamo de afecto presente en los ojos del perro, Agamenón Prieto no se inmuta; él es un experto en deslindar emociones y nunca comete la imprudencia de confundir cariño con utilidad. Y su sentimiento hace ya tiempo que está reservado sólo para Tigre, el dálmata que cada atardecer de los últimos diez años espera con los ojos mansos y las orejas gachas la breve caricia del amo.

  En cambio éste sólo significa para él -lo mismo que tantos seres humanos-, sólo un elemento más destinado a su propia supervivencia. Porque el Overo tiene la riesgosa misión de probar la comida que luego ingerirá El Salvador de la Patria. El perro parece presentir el vasallaje, y a pesar del ancestral apego del animal por el amo, un hálito temeroso ronda por sus pupilas atentas.

  Pero el hambre es más fuerte que el recelo, y el Overo come. Durante unos segundos sólo el apresurado lengüeteo quiebra a trechos el silencio pesado y asfixiante. Recién después de unos minutos de reconcentrada y obligatoria espera lo hará también, frugalmente, Agamenón el Bueno. Y cuando su dentadura, milagrosamente intacta y resplandeciente, comience a triturar el alimento, también su mente comenzará a masticar recuerdos. Porque setenta y tres años de vida y treinta y cinco de omnímodo poder no han hecho mella en la lucidez de El Patriarca. En esa lucidez que le permite contabilizar sin erizamientos decenas de semiviolaciones, centenares de ejecuciones, miles de torturas, decenas de miles de exilios y centenares de miles de odios. Junto a millones de fervientes idolatrías, claro.

  Así como existían adhesiones de la primera época, también persistían rencores viejos, como el de Lucio Cárdenas, por ejemplo. Cárdenas no tenía tan buena memoria como Agamenón Prieto y ya no se acordaba cuantos familiares y amigos habían sido muertos o desterrados por su irreconciliable enemigo. Pero tenía su misma tenacidad y perseverancia. Entre ametrallamientos, tentativas de secuestro, explosiones e intentos de envenenamiento, ya eran doce los atentados producto de su odio. De todos ellos había salido incólume el cuerpo duro y tendinoso de El Intocable. Pero ahora Cárdenas andaba por el décimotercero.

  Agamenón Prieto sabe que Lucio cárdenas ha vuelto clandestinamente al país luego de casi tres años de exilio, y está seguro de que algo planea. Pero no se preocupa demasiado; una suerte de complejo de inmortalidad, basado en anteriores experiencias, le ha ido modelando en el lado no paralizado de la cara esa media sonrisa entre cínica y melancólica que tantos odian y otros tantos aman.

  Sin embargo, detrás de su aparente serenidad, El Toro continúa desconfiando. Sabe que tantos años de persecución sólo sirven para agudizar la astucia y para retemplar la paciencia del perseguido, y que la acumulación de fracasos no hace sino acortar la ansiosa espera. Lo que ignora es que esta vez Lucio Cárdenas no se ha impuesto plazos sino fines, y que aunque éstos disten de ser originales -puesto que el método más utilizado en los anteriores intentos ha sido precisamente el envenenamiento-, esta vez el proyecto se ha realizado con un rigor casi científico.

  Y aunque Agamenón Prieto algo presiente ese tórrido y agobiante mediodía, su semisonrisa permanece inmutable porque no sabe que el reemplazante del anterior cuidador del Overo, es precisamente Serapio Arguedas, el amigo de Andrés Cárdenas.

Andrés había muerto en la cárcel luego de permanecer en ella casi diez años, pero Serapio se había esfumado aquella noche sin despertar sospechas. El Toro no puede imaginar tampoco que esa hermosa y desconocida muchacha morena, ya totalmente olvidada, que tuviera que adornar compulsivamente su lecho luego de haber sido taladrada por sus codiciosos ojos durante el baile de San Juan en la Plaza mayor, era justamente la novia de Serapio Arguedas.

  Pero el presentimiento de El Conductor ni se aproxima a la realidad que está sucediendo, porque ya hace tres meses que Lucio Cárdenas viene maquinando el plan para envenenarlo. La fama de Serapio Arguedas como entrenador de perros era tan grande y sus antecedentes políticos tan límpidos, que no había tenido inconvenientes en salvar la estricta investigación a que fuera sometido. Arguedas nunca había olvidado lo de Esmeralda, y lo de Andrés Cárdenas tampoco. Por eso, cuando Lucio le propuso la tarea, aun sabiendo que se jugaba la vida no vaciló en colaborar.

  Empezó por introducir en la comida del overo pequeñas cantidades crecientes de veneno, de tal manera que el organismo se fuera acostumbrando al mismo y con el tiempo pudiera resistir sin problemas la dosis mortal para un ser humano que finalmente sería colocada en la comida de El Guía Espiritual del Pueblo. El veneno consistía en una mezcla de arsénico y cianuro que Idelfonso Rojas, otro hombre de Cárdenas empleado en el Almacén Gubernamental de Suministros, introduciría en el momento oportuno en una de las bolsas de harina que periódicamente se enviaban a la panadería del Palacio de Verano para fabricar el pan consumido por Agamenón Prieto.

  La robusta constitución del Overo había tolerado bien el veneno, y las pequeñas manchas marrones que fueron atigrándole la piel pasaron totalmente inadvertidas bajo la hirsuta pelamabre de perro humilde y desclasado.

  Las dosis progresivamente crecientes habían adquirido ya la magnitud suficiente como para ser letales, pero, para asegurarse, Serapio Arguedas había pedido un poco más de tiempo. Casi se le alargaron indefinidamente los plazos cuando una mañana comprobó con desesperación que el Overo había amanecido diarreico y jadeante. Sin embargo, mejoró con sólo congelarle la dosis del día siguiente, y aunque persistió una leve incontinencia de orina, a los dos días la salud del animal había retornado a la normalidad.

  Hacía ya tiempo que Idelfonso Rojas  tenía lista la bolsa con el veneno. Pero debía de ser que por esos días el recuerdo de alguna pretérita atrocidad mantenía inapetente a El Gavilán, porque la última bolsa de harina enviada a la panadería continuaba tozudamente inconclusa. Como tal aumento de la cantidad de veneno administrada al Overo ya no admitía progresos sin correr el riesgo de entrar en la letalidad, y el mantenimiento de la misma presuponía un debilitamiento de la resistencia que podría resultar delatora el día de la consumación, Lucio Cárdenas comenzó a desesperarse.

  Para colmo de males, se enteró de que los rigurosos análisis llevados a cabo para determinar la pureza de la harina, que hasta ese momento se efectuaban en una dependencia del Almacén de Suministros a la cual él tenía posterior acceso, comenzarían a realizarse en adelante directamente en la panadería del Palacio.

  Agamenón Prieto continúa con su media sonrisa entre nostálgica y condescendiente porque ignora que ayer, a último momento, Idelfonso Rojas ha recibido por fin la orden liberadora de su ansiedad: enviar una nueva bolsa de harina a la panadería. Y continúa escrutando el mar espejado de verde por las palmeras sin saber que el pan que hoy amasó el panadero contiene ya el elemento que esfumará para siempre su sonrisa.

  Ese pan que ahora está a punto de morder el Overo, después de haber probado ya el pato a la Bigarrade con naranja, el conejo con salsa de ananá y guacamole y la suprema de faisán a la Emperador. Aún le falta el gateau de frutillas con chantilly, pero ya la mirada de El Padrecito, hasta entonces etérea y lejana, comienza a descender sobre las cosas materiales y a resbalar sobre los alimentos, preanunciando la inminente ingestión. Ya la mano de Arístides está por ejecutar el reiterado acto de depositar en el suelo la vasija conteniendo el trozo de postre y la mirada y el gesto de Agamenón Prieto están tornándose definitivamente terrestres cuando, apenas unos segundos después de haber comido el pan, la sorpresiva quietud y la atenta mirada del Overo detienen gestos y actitudes. Arístides levanta la vasija, El Único depone gastronómicas disposiciones y el Overo mira alternativamente a ambos con los ojos expectantes y temerosos. Después comienza a jadear y a temblequear, y ante la mirada atónita de los hombres el animal evacúa un líquido rojizo y nauseabundo. También expele orina y su boca se llena con una espuma blanca y pegajosa.

  Entonces Agamenón Prieto se levanta, se aproxima al perro ya convulsivamente desplomado, y comienza a reír. Primero es una risa sorda, entrecortada, apenas audible. Pero después sus labios se van distendiendo y su media sonrisa borrándose, y al final lo que emerge de su garganta ya no es un tímido bosquejo sino una risa entera, rotunda y vital. Aprieta los puños y eleva la mirada mientras continúa riendo, imaginando la sorpresa y la desazón que oscurecerá el multifacético rostro de los Cárdenas, los Arguedas, los Rojas, al enterarse de que la masiva dosis de veneno no fue resistida por el Overo y que él, El Inmortal, continúa viviendo.

  Y prosigue su risa sin percatarse de la escrutadora mirada que los ojos de Arístides le prodigan al ofrecerle una copa de vino. La dulce embriaguez producida por la risa tampoco le permite comprender que no siempre el peligro proviene del enemigo esperado, y que veinte años de sumisa servidumbre también pueden estar engendrando las sombras.

  Ni el licor candente apaga aún su risa. Sólo después, al sentir ese ardor de fuego en el estómago y ya con la vida esfumándosele por las entrañas, un rictus de dolor le cristaliza el gesto permitiéndole descifrar la irónica sonrisa que comienza a dibujarse en la boca del fiel Arístides al pronunciar la seca despedida: “A su salud, don Agamenón”.

 

POEMA PARA UNA NOCHE DE LLUVIA

 

Incluido en Recuerdo para después, Ediciones CODEC, 1978, y en Poemas escogidos, Edición del autor, 2010.

 

Aún te recuerdo.

En esta noche de lluvia

cuando tu frágil figura es apenas

una pálida nostalgia,

aún me duele tu ausencia.

Aún me lastima el recuerdo

de aquello que los dos sabíamos

y queríamos.

 

Los ángeles blancos

repiquetean tu nombre

y la diáfana imagen de tu rostro

me acerca a los días jubilosos

y hay puñales de pétalos no deshojados

perfumándome el insomnio.

Recuerdo tu mirada

de relámpago y asombro

y el fuego estremecido de tus manos

presagiando el incendio,

y tu palabra clara y restallante

enmudeciendo en la brasa de mis ojos,

y ese aletear de cálidas promesas

vibrando en cada reencuentro.

 

Las perlas grises de la noche

siguen cantándole al silencio.

Y hay una ronda de duendes memoriosos

acercándome tu pelo

y ésa, tu piel madura de verano,

clausurándome el sueño.

 

Yo sé que el tiempo

te esfumará después, con los ocasos,

cuando venga mi otoño

a desgajar anhelos ya marchitos.

Pero siempre existirá el regreso

de tu sombra bienhechora

gritándome que alguna vez

estuve vivo,

que supe amar, que fui amado,

aunque las últimas palabras

-las definitivas-

permanecieran por siempre

impronumciadas.

Y que tu piel y mi piel

debieron ser sólo una misma cosa

aunque el destino dispusiera

que no fueran

sino dos palomas arrullantes

rozándose apenas con sus alas

de sus reprimidas ansias

en el cruce imposible de dos vientos

y dos distancias.

¡Lástima de amor, tu amor y el mío!

Quizás aún...tal vez un día…

  

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