Graciela Battaglioti

Nació en San Jorge (Santa Fé) y reside en la ciudad de Córdoba desde los comienzos de sus estudios secundarios.
Es profesora y Licenciada en Letras; se dedica a la docencia secundaria y universitaria.Como escritora se ha inclinado por la narrativa. Algunos de sus cuentos se publicaron en la Voz del Interior y en la revista Laurel.
En 1982, obtuvo una mención en el concurso de Obras de Teatro para adultos organizado por la Municipalidad de Córdoba, con su obra “Será un sueño” y en 1983 mención de Honor Extraordinaria en el concurso “Leopoldo Lugones” con el cuento “Los resucitados”. “De muerte natural” es, su primer novela, con la que recibió el Primer Premio Luís de Tejeda en 1986. Murió en Córdoba en 1996.

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DE MUERTE NATURAL

(…) Ahora será difícil que pueda conciliar el sueño. Lo que está pensando es un
antídoto del sueño, enemigo del sueño y cómo detener la máquina de producir ideas,
recuerdos, imágenes. Es un teletipo en trabajo continuado. Va saliendo el papel escrito y
va cayendo hacia el suelo y se va enrollando y esparciendo y se va haciendo una
montaña de papel blanco escrito. Se justifica porque mañana es el gran día y ya está
todo listo para el festejo. La consuetudinaria fiesta anual. Repasó varias veces quiénes
vendrán con seguridad; otros son probables, no seguros. El problema no es mañana sino
el antes y el después. Después qué: un año más. En realidad, un día más. Le atrae sentir
su destino como trágico, tiene que reconocerlo.
Que imagen tendrán de ella, quienes sólo la conocen por fuera y a cierta
distancia. Hasta debe despertar envidia. No es fea (el eufemismo se debe a que no se
anima a pensar que es todavía una mujer bella), no del montón, no con rasgos vulgares,
no falta de considerable atractivo. Y la ascendencia, con el tatarabuelo patriota criollo,
que le ha posibilitado integrar el ya casi desmantelado pero aún selecto núcleo de
familias de alcurnia de la urbe ciudadana (que ya superó el millón de habitantes. No
puede pensar que el tatarabuelo (abuelo del abuelo que, a la vez es el padre de su padre)
y olvidar que a la madre cuyo origen es tan opuesto, provinciano también aunque de
pueblo y no es descendiente de un patriota criollo sino nieta de un inmigrante italiano
que a fuerza de austeridad, rigor, trabajo (y de comer papas con aceite, sólo con un poco
de sal) hizo tanto dinero trabajando los campos vírgenes, cosechando tanto trigo, tanto
maíz, tanto lino, que si bien sus padres se casaron por amor (eso cree), realizaron la
conjunción que es frecuente en esta ciudad: uno de los cónyuges aportó el linaje al
matrimonio y el otro el capital. Qué mezcla. Entonces nació una rama híbrida que es
ella, medio torcida, de este árbol genealógico cuyo tatarabuelo era el patriota criollo con
retrato pintado al óleo (no sabe por quién) que preside la sala de una de las casas de
campo, la cual pasó a ser propiedad de un lejano primo (así como ciertos utensilios de
plata poco valioso económicamente hablando pero no desde el punto de vista histórico
nacional). El bisabuelo italiano vino a este país cuando era muy joven y ella ya ha
intentado en vano (aunque no tiene que darse por vencida) saber exactamente de qué
pueblo era oriundo, si el bisabuelo italiano la conociera estaría muy orgullosos porque
cada escalón en la genealogía fue un pequeño ascenso y ella dio el gran salto: fue a la
universidad y es la única egresada universitaria del sexo femenino en la familia de
alcurnia ciudadana (aunque a ella la alcurnia ciudadana, la de la sangre, le toca a medias
solamente).
Sí, es cuestión de mirar por fuera para sentir cierta envidia por ella,
aparentemente mujer afortunada de buen pasar económico, no heredado de familia en
virtud de que sus padres aún viven (y poco tienen para legar) sino en virtud de su
trabajo casi veinte años de constancia, tesón, responsabilidad, respeto a la jerarquía,
tratar de ser eficiente, no negarse a dedicar el tiempo que la empresa necesite. Mas que
conducta, visión del mundo heredado del bisabuelo (aunque sin necesidad de comer
papas sin aceite y sólo con sal). Entonces comparando ésta situación, cuántas mujeres
de cuarenta años existen a su alrededor, en esos momentos, en la urbe provinciana, que
ni son bellas ni tienen un antepasado ilustre (lo cual le abrió varias puertas sin perder
por ello la honestidad de su conducta inquebrantable), ni tiene un buen ingreso
económico, o si son bellas no tienen un buen ingreso económico ni son de ascendencia
media ilustres y hay quienes son muy ilustres (ella las conoce) y no tienen un buen pasar
económico y son feísimas y hay, por fin, quienes sólo tienen un buen pasar económico
(las menos en estos tiempos). Es una imperdonable injusticia que comete con todas
mujeres que las rodean, aludir a lo exterior, a lo que se ve de pasada, pura apariencia,
imagen incompleta y deformadora de la realidad que sigue la línea de la película
hollywoodense. Hay que meterse en las vísceras, sean del color, la contextura y el
movimiento que deban tener, para compenetrarse con los desgarrones del corazón,
víscera musculosa y consistente, de aspecto nada desagradable si se la compara con las
otras vísceras; es el motor del amor y del dolor, el télex de los sentimientos y que cuesta
tanto hacer concordar con el télex de la cabeza… mientras el corazón y la cabeza
batallando prosigan…en qué momento se les ocurre acordarse de Bécquer, Bécquer
siempre vigente para una romántica de cuarenta años como ella (cuarenta porque ya ha
pasado la medianoche y sin dormirse).
(…) Yo envidiaba a Estela. Su padre tenía una carpintería al fondo de la casa;
iba siempre vestido con un mameluco grisáceo y pasaba casi todo el tiempo gritándoles
a dos empleados y protestando porque el dinero no le alcanzaba, hablando en voz muy
alta y, a veces, insultando. Por eso y por otras razones, siempre de índole social, mis
padres no veían con buenos ojos que yo fuera tan amiga de Estela y frecuentara su casa,
aunque no me lo impedían. (…)
(…) Estela se apresuraba a secar los platos para poder acomodarlos, luego,
pegaditas a la radio de su casa y escuchar Pepe Iglesias o a “Los cinco grandes del buen
humor” a Leonor Rinaldi, según el día de la semana. Era una fiesta y el poder de la
imaginación ilimitado pues además de oír veíamos. Nunca pensamos en varias personas
ubicadas alrededor de un micrófono sino viviendo en escenarios naturales, la
imaginación producía sus frutos mas acabados con los radioteatros. Siempre seguíamos
dos o tres por lo menos, desde que empezaron a interesarnos, o sea desde los diez años.
Los radioteatros eran nuestro mundo paralelo, nuestro mundo ideal y nuestra fuente de
preocupaciones también. Quedábamos tan conectados con la trama del capítulo
escuchado que nos costaba volver a nuestra realidad. Yo, que era más fantaseadora, me
sentía molesta, insatisfecha y encontraba todo desagradable a mí alrededor. Hubiera
querido seguir allí, metida en ese mundo ficticio.
Encender la radio –grabador, despertador digital-, apretar suavemente un
botoncito, sintonizar la emisora que transmite durante día y noche, es una tregua que
sirve para descansar de la máquina teletipo, la generadora de pensamientos que no se
puede detener. “…Lo que se ha denominado en Estados Unidos la mayor tragedia
espacial” dice una voz masculina, con demasiado énfasis, demasiado volumen para su
gusto. A esa hora debería haber locutores que hablen en un tono casi confidente y más
bajo, pero como el programa dirigido a una determinada audiencia… automovilistas,
camioneros… ¿y para los insomnes? Debería ser de tono íntimo, persuasivo, suave, para
ayudar a relajarse. Su primera tentación en sentir solidaridad y pena por los siete
astronautas que exploraron en el espacio, aunque se da cuenta, inmediatamente, de que
ellos fueron por sus propias voluntades. Debe haber habido muchos postulantes y ellos
fueron elegidos, los tocados por la vara mágica del hada que los benefició colocándolos
entre los pocos que pasarían a la historia como pioneros del espacio… La gran herida
narcisista para los pobres norteamericanos, para su presidente alimentador del
narcisismo…Ellos, los más lúcidos, los más productivos, los más triunfadores, los más
felices del mundo, de este mundo que pueden mirar desde arriba y verlo chiquito como
una naranja (también reventarlo como una naranja), los conquistadores…Los que
podrán dar sus clases por televisión a millones de estudiantes simultáneamente, desde el
espacio infinito…tal vez el mayor sueño, la mayor fantasía de omnipotencia docente.
Ella recuerda, al instante, las aulitas sucias, saturadas, de la ciudad universitaria cuando
estudiaba allí, recuerda al profesor que lleve la tiza y el borrador desde su casa metido
en el portafolios, recuerda la impotencia, el desconcierto en las aulas cuando chocan las
dos imágenes contradictorias del país…el subdesarrollo y las ansias de ser europeos, los
dos ríos de sangre Argentina, una isla en América y por qué no decidirse entre una de
las dos Argentinas… La guerra de las galaxias tendrá una tregua, por lo menos de un
año, deduce en medio de su ignorancia. Siete mártires y un millón de dólares para
atrasar un poco la guerra nuclear, el fin de la humanidad… Algo es algo (…)
(…) Para mí la muerte del padre de Estela fue distinta a todas las anteriores
muertes. Me sentí, de pronto, muy aliada a mi amiga en el desconcierto y en el miedo.
Llorábamos juntas, no nos separábamos mas que para ir al colegio. Me angustiaba
cuando pensaba en la familia que se había desarmado ¿qué iban a hacer sin Norberto?
Por primera vez estuve cerca de alguien que ya no respiraba, que se iría para siempre de
su casa. Eso significaba morir: dejar de vivir o sea dejar de trabajar, de luchar, de gozar
la intimidad de la familia, como vivía don Norberto y en él ocurría a los cuarenta años
lo normal era que la gente se muriera después de los sesenta, me parecía.
Por primera vez pensé en que algún día y cualquier momento morirían mis
padres, que perdería a las personas a las cuales una más teme perder y que algún día, o
en cualquier momento, yo también moriría. Fue la primera vez que me pregunté sobre el
sentido de la muerte, sobre su significado; fue la primera vez que pensé en que la vida
tenía un límite. Entonces la otra vida adquiría algún sentido. El cielo que me nombraban
las Hermanas a cada rato y que a mí me despertaba indiferencia o me interesaba como
cuentito, comenzó a preocuparme. Fue una experiencia vital, y no las clases de Religión
con sus láminas y sus advertencias, la que me conmovió y me hizo reflexionar sobre la
otra vida.(…)
(…) Toda mi infancia, desde que quise ser libre, fue una dura lucha por quitarme
de las espaldas el peso de integrar una familia de “cogotudos”. Padecía las presiones de
afuera, de la gente del pueblo y las de adentro porque, excepto la abuela Elisa, los
demás miembros de la familia y mis padres específicamente, tenían planificado otro tipo
de vida para mí, con otros amigos, otros juegos. Yo asimilaba con facilidad y, más aún,
me atraía el estilo de los chicos sencillos y anónimos, de costumbres simples pero más
libres y más tolerantes. (…)
(…) Los domingos solíamos almorzar, la familia grande, en casa de los abuelos.
Si estábamos todos éramos catorce: nueve adultos, cuando todavía no había muerto el
abuelo, y cinco chicos. Comíamos en la gran mesa del comedor y la abuela usaba los
manteles de hilo bordado y la vajilla comprada en Buenos Aires. Mi padre desentonaba
un poco en esa mesa bulliciosa y con las maneras bastantes espontáneas de los
comensales, mezcladas con discusiones intrascendentes, donde las mujeres hablaban de
todo a la par de los hombres, incluso de política. La familia era Demócrata Progresista
por tradición, tanto que uno de mis primos se llamaba Lisandro. Mi padre no tenía
preferencias por un partido político y no se apasionaba discutiendo sino que miraba con
resquemor cuando lo hacían mis tíos. Un sentimiento común los unía a todos, en gran
coincidencia: el rechazo al peronismo. El repudio a Perón era unánime y, cuando
estaban de buen humor, abundaban los chistes sobre los políticos oficialistas.
Por entonces yo vivía la política de otra manera. Para mí la imagen, idolatrada,
de Eva Perón y se recordaba en el cine, en Sucesos Argentinos, cada aniversario de
muerte. Era la fuerte figura de Perón hablando con voz ronca y honda a la multitud de
Plaza de Mayo, una multitud que me asustaba y que nunca imaginé podía ser así, un mar
pero de gente. También la política para mí era la prohibición, impuesta por mis tíos y
mis padres, de comentar lo que se hablaba en nuestras casas, en contra del gobierno y de
la C.G.T. La política también eran las explicaciones de don Norberto sobre el
incremento de la construcción, entonces él tenía mucho trabajo; la apertura de fábricas
en Los Linos, una novedad para el pueblo; íbamos recorriéndolas con paseos
organizados por el colegio. La fábrica de vidrio con trabajadores italianos recién
llegados al país, la fábrica de fideos, la de cocinas, el frigorífico. La política era para mí,
también la escasez de azúcar, de aceite y el pan de trigo duro y negro como el de
centeno.(…)
Allí frente a la cama, sobre la biblioteca, está la foto de la abuela Elisa cuando
tenía veinte años, tan bella y distinta al recuerdo de su niñez. La abuela que era su gran
amor, esos amores que no se pueden eludir, o no se quieren eludir porque son tan
serenos. La abuela, oveja negra como ella, la seducía con su figura silenciosa y casi
enigmática. Por qué se había muerto tan joven. Hoy tendría noventa años, no, ya no
estaría viva, quién vive hasta esa edad en este mundo civilizado, qué cuerpo aguanta y a
la abuela le había fallado tan pronto el corazón y se había caído seca en la calle, tan
sola, la puta madre, cómo se puede morir así una persona y menos aún su abuela, la
única que la comprendía sin hablar, la única con la que tenía esos instantes de
comunicación, esos momentos inexplicables, tan raros entre las personas y no recuerda
haberle dado un beso siquiera, le dio el beso frío cuando estaba muerta. Todo era desde
lejos, ella hubiera querido tocarla, acariciarla, saber si era tibia y tierna cono se
entreveía; la abuela no acostumbraba a dar besos ni a abrazar a nadie, ellas dos sólo
estaban juntas (que no es poco), hablaban o no. De pronto, siente infinitos deseos de
besar a la abuela Elisa (…)
(…) Hay otros muertos que no se enterraron y siguen flotando; esos tienen que
ser enterrados o, mejor cremados y echar las cenizas al viento, cremados adentro de
cada uno, los recuerdos, los amores, los odios, las frustraciones, todo lo que se puso a
mano para que ella idolatrara y se sometiera a los ídolos-fantasmas sin darse cuenta,
poco a poco. Ahora (las campanadas, aquí, en la ciudad la urbe de mas de un millón de
habitantes, donde los entierros son rápidos y están perfectamente mecanizados y
sincronizados), en el octavo piso, en su dormitorio, ya no en la víspera sino en el mismo
día de su cumpleaños, las campanas también tañen a muertos, a muertos que no quieren
morir de muerte natural, quieren morir peleando.
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CUENTOS INÉDITOS

El Secreto

La abuela va a morir. Hoy, a las diez de la mañana, la tía Nora me llamó por
teléfono para avisarme que había empeorado. Hace varios días que está internada en un
sanatorio. Desde el principio el diagnóstico fue “edema de plumón”, a secas. Hay algo
que no puedo tolerar, a mamá y a sus hermanas resignadas tan fácilmente. Yo, en todo
este tiempo, he acosado a los médicos, los he perseguido tratando de desentrañar las
claves cuando daban los informes, apurados y con indiferencia. Yo quería respuestas
concretas pero cada vez me he enredaba más en la incertidumbre. Y pareciera que todos
se aliaron impúdicamente con los médicos. La abuela tiene ochenta y cinco años y, es
cierto, le debe resultar ya difícil superar una enfermedad grave, le debe resultar casi
imposible entender con la muerte y transar algún plazo. A mí, justamente ahora, me dan
unas ganas tremendas de charlas con la abuela, de cualquier cosa, mientras fumo un
cigarrillo y ella me sirve café, en la cocina de su casa como hacemos con frecuencia.
La abuela es la única persona que no se queja por el humo ni lleva la cuenta de
los cafés que tomo. Yo siempre he atribuido esta conducta de la abuela a que es tan
introvertida.
La tía Nora me rogó que fuera volando al sanatorio porque la abuela preguntaba
a cada rato por mí. Pensé enseguida que la súplica no era necesaria, pero mi tía Nora es
escandalosa. Parece que el edema se complicó y ya no existe otra salida que la muerte.
Después de la llamada los imaginé a todos resignados. Con el “ya no hay nada que
hacer” como consuelo. Tiene ochenta y cinco años y de algo debe morir. Pero yo no me
resigno. Hoy, mientras me vestía, me puse a llorar por la abuela, lentamente, de tristeza
y de rabia. Creo que también en silencio la he insultado a la muerte porque ahora se
metió con la abuela. Tal vez despaciosa y sensual, con mucha astucia, la fue seduciendo.
La abuela esta tratando su muerte y nos va a dejar a todos así, plantados, extrañándola.
Si ya entro en coma – eso temía- debe estar soñando que la muerte la lleva
amorosamente a un lugar paradisíaco y la colma de ternura.
Bajé por las escaleras para no perder tiempo esperando el ascensor y cuando
llegué a la vereda me di cuenta de que si la abuela se muere esta mañana, será en un día
diáfano, templado y sereno, con olor a tierra mojada porque anoche cayó un chaparrón.
Imposible dejar la vida, hoy, aquí, en la ciudad. La calle es la vida que se ha desplegado,
cómo abarcarla toda, infinita, un misterio de belleza. Sobrecoge. Viajé en taxi hasta el
sanatorio con el vidrio de la ventanilla bien abierto para respirar mucho aire, el que
están respirando todos los seres, los que van y vienen por las calles, el aire de los
animales y de las plantas, ese que se mezcla con los olores y con el humo oscuro de los
automóviles, pero no importa, sigue siendo puro. Además hay luz. Todo vive.
A medida que el coche avanzaba hacia el sanatorio mi tristeza comenzó a
transformarse en miedo; me temblaban las manos, tenía taquicardia, los nervios
deshechos. No quería entrar allí ni ver a la abuela moribunda. Ahora estoy tranquila,
quizás también resignada como todos.
Cuando llegué, en la sala de espera se había congregado la familia; algunos en
silencio, con cara de sueño, otros murmuraban desganadamente. Al salir por la puerta
del ascensor se miraron todos a la vez, miradas iguales, nada hay que explicar, no hay
dudas, están esperando que la abuela se muera, porque deben pensar que le llegó la
hora. Apenas acerqué al grupo, alguien me reprochó haber tardado tanto para llegar al
sanatorio; la abuela preguntaba por mí, quería hablarme. Tenía que esperar porque en la
habitación se estaba haciendo una junta médica. Me pregunté si podía tener algo de
esperanza, entonces. No. Todo seguía su curso normal, como debe ser a los ochenta y
cinco años.
No soportaba el encierro en ese lugar con olor a medicamento y a humo
estancado de cigarrillo. Es extraño observar cómo se mezclan tan contradictoriamente
las idas y venidas de enfermeras y médicos, sus gestos rutinarios, con la gente que
espera, en medio de la incertidumbre. Por eso me vine aquí, a la terraza con plantas y
mucho aire. Quiero pensar en la abuela pero en medio de la vida. Quiero cerrar los ojos
y reconstruir la imagen más antigua, que debe estar escondida en el fondo de la
memoria, quizás la de mis cinco años. En aquel primer recuerdo ya me parecía vieja
como ahora, con el cabello muy gris, recogido en la nuca, su ropa de colores oscuros,
delgada, bastante erguida, de caminar lento. A pesar de esa vejez eterna, siempre me
resultó atractiva, por su figura misteriosa, de aire tristón, bella en su permanente vejez.
Cómo decirle a la abuela que la quería, si tengo la certeza de que ella siempre despreció
esas escenas casi ridículas, en que las palabras hacen público un sentimiento. Me parece
que la abuela se ha secado por dentro y si nos quiere a todos es porque somos de su
sangre, o a mí porque siempre la he seguido.
Ahora la abuela se va a morir y yo me pregunto cuánto gozó de la vida y
también me pregunto si conoció el amor. La sigo viendo seca, austera, callada y
solitaria. El mar quizá ha sido para ella una frivolidad. La abuela silenciosa, escuchando
las conversaciones de sus hijos o los gritos del abuelo cuando vivía; todos van y viene
por la casa, entramos, hablamos, salimos y la abuela casi no participaba, está al margen.
Cocina, teje, saca el polvo de los muebles, hojea una revista. Yo la observo. La quiero.
Estoy llorando en silencio, como ella merece, sin rebelarme, porque no va con la
muerte de la abuela. Me llaman para que entre en la habitación. Me seco los ojos. Entro
despacito, todo esta en penumbras. Abuela, si supieras qué hermoso día es hoy, me da
ganas de decirle, pero no es necesario porque ya lo sabe, se ha dado cuenta, está lúcida,
y mira hacia la ventana. Sus ojos parecen más grandes sobre la máscara de oxígeno. Me
hace señas para que se la quite y yo obedezco.
-Por fin viniste – me dice y alarga su mano que apenas puede levantar.
- Abuela – le digo, no me sale una palabra- ¿Cómo estás? – cometo la imprudencia de
preguntarle.
- Estoy esperando.
- Abuela, te vas a curar…
-Ya no puedo. Necesitaba verte y que hablemos…. por eso te esperaba…
- Abuela, te quiero tanto – me sale de golpe ese peso tan grande que tenía adentro y ya
no podía contener. Ni me he dado cuenta de lo que he dicho. El amor a la abuela me
traicionó; es una confesión demasiado intensa para el momento.
- Ya lo sé… - me contesta muy tranquila- por eso te llamé. No quiero morirme sin
contarte algo a vos…. a vos solamente.
Y entonces se produce un terremoto de vida. La abuela me cuenta su secreto. Su
secreto que hace medio siglo tiene guardado. Me cuenta con serenidad; aunque le cuesta
respirar, se sonríe y se le iluminan los ojos; su mano bien apretada a la mía, parece que
tuviera, más fuerza. Yo, inclinada hacia ella, la escucho y apoyo mi mano en su cabeza.
La abuela tiene un secreto y no piensa llevárselo con la muerte, quiere que alguien lo
conozca y me ha elegido. Sabe que no la voy a traicionar. Los secretos no se divulgan,
se respetan y se guardan como un objeto de mucho valor que uno aprieta dentro de la
mano cerrada. La abuela, de pronto, ha iluminado la realidad que yo había
entremezclado con tantas fantasías grises y me disipó los miedos. Nos quedamos en
silencio y ella comparte mi alegría; sabe que yo la entiendo, sabe que yo deseaba que
todo hubiera sido así.
La abuela se muere. Ya entró mucha gente en la habitación. Yo siento que algo
ha nacido, quizá la verdadera abuela que no pude conocer en su pasado, en la plenitud
de sus pasiones.
Me voy a la calle. No quiero estar más en este sanatorio donde hay tanto olor a
enfermedad y a muerte. Tengo que llevar el secreto de la abuela a la luz, al aire de las
doce del día, al ruido de la calle, a los rostros de la gente, a los coches, a los comercios
con las puertas abiertas, a esos adolescentes que salen del colegio a empujones y gritos,
a la fuente de la plaza con el agua estancada. Tengo el secreto y yo también lo voy a
guardar hasta mi muerte. Entonces se lo confiaré a alguien elegido en ese momento
exacto. Es la consigna tácita de la abuela. Es la regla del juego.

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Nube de Sal

Cuando miro el cielo y veo nubes me pregunto por ella. No se la distingue de las
demás. Todas tienen el mismo color y caprichosas formas. Tal vez –si viviera- don
Augusto la reconocería porque él la vio gestarse. Él fue quien me contó los extraños
sucesos relacionados con la casa. El viejo no sabía ni leer ni escribir, por eso me dijo
una tarde, con tono de súplica, “usted que es una persona culta, por favor, escríbalo, no
sea que vuelva a ocurrir”, No comprendí la última parte de su pedido, y sigo sin
comprenderla. Además, por una exagerada tendencia a la desvalorización, le respondí
que yo no era una persona culta, que sólo había leído unos cuantos libros, que muchas
veces lagrimeaba con bostezos de aburrimiento cuando leía, que otras veces salteaba
páginas y otras las abandonaba después de haberme esforzado en superar las primeras.
Acepté la propuesta: es inevitable mi vocación para narrar por escrito –soy conciente de
mi incapacidad para la narración oral, mirando a los ojos del que escucha- y le prometí
que sería fiel a la versión de los hechos aunque, si era necesario, me iba a permitir la
introducción de algunas reflexiones personales.
Don Augusto comenzó el relato con parsimonia y gravedad. Acaso estaba
fuertemente impresionado todavía y se esforzaba por disimular o intentaba fingir con
emoción. Todo había comenzado frente a su propia casa, en un terreno baldío donde una
mañana de verano –a fines de 1939, dijo, porque unos meses antes había comenzado la
Segunda Guerra en Europa- llegaron varios carros y camiones con ladrillos, madera,
arena y otros materiales. Un señor, con enérgicos gritos, dirigía a tres obreros quienes,
siguiendo las líneas marcadas en el suelo por unos hilos atados a estacas hacían, con
geométrica prolijidad, las zanjas de los cimientos y otros cavaban un círculo de un
metro de diámetro, en busca del agua. Don Augusto era demasiado detallista en su
narración, lo que en un principio, despertó mi impaciencia. Sin embargo, el relato del
viejo dejó de ser monótono y lento cuando empecé a seguirlo con mas atención para
saber cómo se construía una casa, allá por 1939. Por ejemplo, caí en la cuenta de que
entonces no había agua corriente. Por eso la primera tarea debía ser la construcción de
un pozo, colocar luego dos palos cruzados y atados por un alambre para colgar la
roldana y sacar agua con grandes recipientes de lata.
Don Augusto –según me confesó- no pudo resistir la curiosidad que le producía
observar el nacimiento de un pozo y, diariamente, camino a su trabajo se detenía en la
obra para asomarse a la excavación. La tarea de los poceros parecía un tanto peligrosa y
cuando el ancho agujero se hizo más hondo, uno de los hombres, seguramente el mas
arriesgado, cavaba y metía la tierra en unos baldes que otro obrero, ubicado arriba, subía
con dificultad. A don Augusto le inquietó el hecho de que no acabaran, me dijo. Hasta
que una tarde oyó voces de alboroto y de alegría: el hombre que trabajaba en el fondo
del pozo había anunciado la aparición de las vertientes, que fluían a borbotones. Pero
cuando probaron el agua de la alegría ¿se convirtió en otro sitio? Imposible. Ya se había
perdido mucho tiempo. Decidieron, entonces, continuar la excavación. Como allá, en el
fondo, el agua brotaba abundantemente, el pocero trabajaba colgado con una soga que
lo sostenía de la cintura. Después de varios días el pozo era un agujero oscuro e infinito:
las napas eran también más salobres y más amargas. Las tapaban con ladrillos y trapos
viejos y continuaban. Hasta que un amanecer ya no pudieron oír lo que el pocero gritaba
desde la solitaria profundidad; quizás comenzaba a sentir miedo. Entonces decidieron
abandonar. Habían perdido la esperanza de que el agua cambiara de sabor, averiguó don
Augusto. El pozo quedó acabado: se hizo un precario brocal y se olvidó el problema.
La casa fue construida con el agua salobre y amarga. Después de un tiempo –
seguía recordando lentamente el viejo- cuando llegó el invierno, cuando hizo mucho
frío y no llovió durante meses, las paredes interiores comenzaron a cubrirse con una
pelusa blanquecina y espumosa, un algodón que daba un aire extraño a las habitaciones,
tan extraño como debe ser el interior de una nube.
Hacia el norte del pueblo, en el límite del campo, donde todo era llano y había
matorrales, malezas y caballos pastando tranquilamente, la casa de cal, austera y blanca,
sin un árbol, rodeada por una vereda de tierra, estaba esperando a sus habitantes
quienes, por fin, llegaron un día. Aún después de tantos años, don Augusto les
recordaba con nitidez, afirmó. Era una pareja de recién casados: el hombre trabajaba
como peón en una panadería, alto y flaco, la cabeza medio inclinada hacia un costado, la
mujer era bajita, musculosa y el cabello rubio le caía en la espalda y hacia delante
formando bucles. Él partía todas las madrugadas a su trabajo vestido de alpargatas y
ropa blancas. Al regresar, además de la ropa, traía blancas las manos, la cara y el
cabello.
Durante los primeros meses el matrimonio cruzada a la casa de don Augusto con
grandes recipientes para proveerse de agua potable, hasta que un día dejó de hacerlo. Y
el viejo confesó –me parece que lo hizo con pudor, como si fuera una debilidad- que
había vigilado por la ventana para comprobar si se proveían de agua en otro lugar del
vecindario aunque nada pudo verificar. Y era cada vez menos frecuente verlos fuera de
la casa. Al año de habitarla, don Augusto se dio cuenta de que sólo el hombre salía y
entraba, para ir a su trabajo, convertido en una fina y larga mancha blanca. La casa
revelaba la existencia de sus habitantes desde el atardecer, cuando comenzaban a
encenderse las luces. Una noche don Augusto advirtió que la luz interior era lechosa y
parecía surgir del centro de una niebla espesa. Transcurrieron unos meses y, otra vez, en
pleno invierno, reparó que la pelusa blanca nacía también entre las paredes exteriores.
Los transeúntes arrastraban sus manos por las paredes mientras pasaban frente a la casa,
sin detenerse y sin que les llamara la atención. Pero debo reconocer que no tengo la
certeza de que este último sea un recuerdo del viejo o fruto de mi imaginación. Lo cierto
es que la pelusa crecía cada vez más y se iban formando ondulaciones semejantes a
copos. Una madrugada don Augusto se despertó –según me fue narrado- no por algún
ruido o voces sino por un raro silencio: se levantó y espió por la ventana del dormitorio.
Entonces vio que al frente ya no estaba la casa: en su lugar una gran nube apenas se
recortaba en la oscuridad. En la noche profunda, sin luz de luna, era una enorme masa
blanca posada frente a la ventana. Se acostó boca abajo aterrorizado pensando que
estaba enfermo de los nervios y veía alucinaciones; permaneció quietito y se durmió. Al
despertarse, cuando el día aclaraba, se incorporó lentamente y se asomó de nuevo por la
ventana. La nube había desaparecido y con ella la casa, quedaba el gran baldío y el pozo
con su brocal de cemento. Solitario.

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