María Adela Domínguez
Nació en Córdoba, en el año 1907. En 1935 publica su
primera serie poemática que simplemente titula “Diez poemas” y que
revela una tímida expansión de cordial ascetismo: “Crecida estoy/ en universo/,
intacta posesión de mar y abismo. Curva sinuosa y grave/ me describe/ perfecta
luz/ ansiedad de espacio”. La paradoja metafísica, el destino final que se
lleva en el alma, la torturante culpa de la ansiedad prisionera, será el motivo
constante de La muerte habitada (1941. La desesperanza y el desaliento,
no le impiden escribir, sin embargo, el volumen Ritual de ceniza (1944).
“Un injusto y prolongado olvido encubre la atrayente
personalidad de María Adela Domínguez”, dijo Marcelo Masola. Hoy ya no cabe
discernir sobre su total olvido entre tantos artífices informáticos. Lo que
importa es la forma de su destino, como mujer y escritora que afronta el
problema misterioso de la vida. No sobrevivió a la tristeza y al otoño de su
vida. Murió tempranamente en 1963 en Buenos Aires.
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ANTOLOGÍA DE LA POESÍA MODERNA DE CÓRDOBA DE MARTÍN
SOSA
EDICIONES
MORENA CÓRDOBA. 1986. Selección
Permanencia
de la rosa
Nada
absorbe la gracia que gira por tu mundo de señalado espacio,
ni
siquiera los pechos sin presencia que mueren junto al mar,
ni
siquiera las muertas arenas con sus sueños de viento
que
cae por la frente de los ríos.
Su
tacto de noche herida por los ángeles
con
su pausado milagro incontenido,
¡qué
tierno desemboca por las venas!
Qué
sien desde la aurora tan dulcemente llega,
con
su presencia extraña
y su
raro misterio.
¡Ah,
tu callada muerte desolada,
tu
permanencia intacta sobre el tiempo!
¡Oh,
sí; allá estás en una helada orilla de la tarde
deshabitando
voces, nutriendo nuestra muerte,
tan
perdida en el signo antiguo de la tierra
1 Fuente:
Memorial poético de Córdoba. Armando Zárate. Ediciones del Fundador. Córdoba
2000.
y tan
viva en el sordo despojo de la carne!
Acaso
aún percibas algún lejano pecho
donde
crecer contigo, desdichada y perfecta!.
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Elegía
al tiempo lejano
Ya
nunca volverás, oh tiempo lejano!
llamándome
desde las duras arenas,
sumergido
en las tardes,
emergiendo
desde las hierbas húmedas
desde
las sombras espaciadas,
por
la ribera tranquila de sus noches, ya extrañas.
Qué
pasos más distantes acercarán a mi oído la gracia de tus hojas solitarias,
tu
quieta soledad de duna llorando sobre el mar,
ese
apasionado recuerdo de las palabras,
suavemente
coronadas de aquel ceniciento calor mineral
que
inquietaban la ternura,
las
ramas taciturnas de un silencioso llanto.
Tus
lágrimas recobradas del polvo transitorio del verano
habrán
huido entre párpados de eternidad.
¡Oh
perdido tiempo fecundo de la gracia!
Ahora
sólo defino tu presencia en la superficie de las flores,
cruzando
un débil césped,
apenas
traicionada por aquella palabra que naciera en tu deshabitado eco
y la
espera, tan tierna, que renace en mi sangre,
cada
día!
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Las
voces
En
esta soledad de olvidada memoria,
besando
la infatigable raíz de tu voz milenaria
como
si cubriera de pronto nuestras carnes
cierta
expresión de subterráneo lamento
o
volviera el resumen de infinito que guardas en tus párpados.
En
esta tarde,
las
palabras alcanzan un vocabulario extraño,
aunque
nadie acierte a percibir la extensión de su duelo,
a
escuchar desde su oscuro recogimiento
su marchitado
acento sin reposo.
Y
vuelve tangible tu amanecer,
cuando
aún eras un signo no descripto por los astros,
aún
no señalado por las fechas terrestres
ni
renovado por los años.
Corrías
impalpable y sólo por la noche alerta de fervores,
acaso
sin penetrar la hondura de las despedidas,
el
adiós que crece en las miradas postreras
o la
furtiva sombra de ecos que dejan las voces,
en tu
tierna ceniza, ya perdida.
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Rostro
destruido
Otra
vez tu memoria arde en el alto cielo
desde
mi sangre se alza su esfumada pureza
como
si entonces fuera su último destino
prescindir
de su nombre
y
caer por la carne.
Qué
limpio desde el mundo
tu
triste rostro surge,
qué
descarnada muerte
te
llora, cenicienta!
Si yo
viera tu sombra huyendo del pecado,
tu
desolado olvido
transparente
en la sed
de tu
invisible noche.
Entonces
con tu palabra preferida,
buscaría
tu nombre en un maduro río
y
acaso por mi sangre, desvelada, inclemente,
la
despareja hierba
como
un junco de hielo
fuera
un alba en tu rostro
gozosa
de la muerte!
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Regreso
melancólico
Ah,
tú, profeta de imagen de alba, acorde
celeste
y tallo de azucena!
Yo
miro ahora tu traje silencioso,
tu
materia habitual, la frágil soledad que de ti asoma,
tu
sandalia de mar,
la
tibia greda que la lluvia horada en el otoño
sobre
el cuerpo ritual de tu ceniza.
Nada
dejó tu ausencia, tan sonoro, como esta aislada pena,
aquí,
abierta en la dulce memoria, en el fluir secreto de las lágrimas.
Lo
digo, sí, este día,
ahora
que estás solo y que nadie te espera,
como
si transcurrieras en desorden por pálidos abismos.
Tu
nombre, melancólico ya,
quiere
ser sólo sombra, obscuridad de tiempo,
una
vena de olvido, alto musgo de tránsito,
tal
vez una verdad de forma sucedida,
una
sed de palabras en las cosas!
Cuántos
llantos llorados mojarán para siempre tu inestable recinto,
tu
distanciada piel, en inmóvil límite,
esa
vigilia sobria de tu nocturna huella!
¡Oh,
callado nuestro!
En
diciembre hablarás sin duda, con tu sueño, tan alto:
descenderás
piadoso como una sombra leve a velar nuestra mesa,
posarás
silencioso tus manos en el triste mantel
y
mirarás de nuevo los familiares rostros.
Mientras
tanto, aguarda en tus sedientas tardes,
en esa
fecha lenta detenida en tu sangre,
en el
letal vacío de tu remoto sueño.
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Huella de tu presencia
Oh tú
que me has traído esa presencia cargada de tiempo,
recuerda
ahora la prematura sencillez con que posaban
los
amplios pájaros en la tarde,
aquellos
melancólicos telares del otoño,
flotando
ya continuos por las ternuras súbitas del alba.
Piensa
aquel valle secreto de tu perdido reino,
todo
ese verdor disperso, sin retorno,
tan
apacible a veces cuando cubre la niebla los cristales.
Ven a
mi lado, si, cenicienta de vida,
santificada
como una hoja de desierta memoria,
—acaso
aquella que pendía de la leyenda vertical de un árboly
que
en ruinas dichosas dejamos en la carne.
Acércate
infantil y muda con tu claro misal entre tus manos,
con
tu infinita piel y tu caída soledad de lirio.
Acércate
y circula por el tierno contorno del aire
en
este día de forma triste.
Despójate
de todas las vanas palabras,
aquellos
ojos perdidos nuestros,
sólo
descubrirán ahora el vaporoso traje del rocío,
(acaricia
conmigo su húmeda ternura, su delicada huella,
la
dulzura nocturna de su llanto)
Algo
ha callado de pronto nuestros labios.
Algo
mortal y tenebroso cae del calendario sin rosas de
tarde.
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Pórtico al otoño
Bajemos
hasta el pálido hastío de las hojas
—es
el otoño—.
Por
su huella de polvoriento paso, por su roída travesía,
se
escucha ahora el tránsito de su signo sin párpados.
Despiertan
los cálices de la antigua ceniza, sus tenebrosos cirios.
Despiertan
también en las continuas sombras de su reino,
con
su arteria final, convaleciente.
Ahora
ha de traer su amarilla comarca a las ciudades,
su
glicina de lágrimas, su profunda soledad restituida.
Es el
otoño que baja con espectral ternura,
su
traje silencioso, sus bahías lejanas
y sus
áridos brazos.
Es
él, con su eterno calendario de envejecidas formas,
el
que lívido asciende por un extraño pórtico
entre
tristes materias y materiales yertos.
Por
sus muros pluviales, la muchedumbre de aletargados jugos
puebla
acaso la generosa memoria del verano.
Es el
otoño, con sus tristes vertientes enlatadas,
con
su faz que finge escuálidos destinos,
con
sus horas de mármol congeladas de sórdido silencio.
Son
los dioses oscuros de su áspero lecho
ciñendo
la cintura carnal de las desiertas ramas,
su
alucinado gris sobre los témpanos.
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Día de la noche
Aquí se está
llamando a las criaturas,
y de esta agua se
hartan, aunque a oscuras.
San Juan de la Cruz
Lentamente
el amanecer del silencio,
conquista
las despiertas hojas, el secreto de las sombras,
el
vaho de mi cuerpo, arrodillado y trémulo
y ese
contorno agudo posado sobre el tiempo.
Enciende
ahora por la sangre el cálculo final de su perfil desnudo,
el
regreso del Día que quisiera ser la gracia de un niño,
con
sus bosques, tiernamente perdidos en distraídas fábulas.
Los
dedos, ahora unánimes, quieren asir la Noche, sus lejanos sabores,
el
mortal movimiento de las cosas, su distraída zona de absoluto presagio.
Ahondemos
el circulado mundo de su piel, su cauce de universo tranquilo,
la
destruida raíz de su límite, su cántico de enigma venturoso.
Escucha.
Todo ha roído su evidencia puramente secreta
el
hueco de sus ramas, sus tallos redimidos.
Absorbe
con beatitud perenne sus voces habituales,
su
voluntad de agónica presencia,
el
ritual desamparo de la Noche, su vaporoso cauce sin idioma.
Es la
clara corteza de su forma, la que emerge de la bruma terrestre,
la
que en las venas signa su sabor silencioso.
Deja
ya los cultivos de la oscura simiente,
su
flamante ramaje de lejana distancia.
Oye
su voz de secretos laúdes, de cauteloso polvo, de vergel eucarístico,
la
aventura de pavorosas manos, con su maciza espuma de aroma voluntario.
Escucha,
sin embargo, algo gime aun con devota nostalgia, mientras cae su Voz.
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