Romilio Ribero
Nació en Capilla del Monte el 16 de julio de 1933 y murió
en Córdoba en 1974. Poeta y pintor autodidacta, su biografía, entre mítica y
real se pierde en anécdotas de magia, extravagancia y locura. Su obra, con
influencia del realismo mágico o fantástico, ha ganado relevancia por su
elevada calidad estética. Su poesía comenzó a rescatarse y redescubrise en los
90, gracias al tesón de su compañera Susana Sumer y a la apuesta editorial de
Alción, que ha asumido la publicación paulatina de su obra completa. "Las
mujeres, las magias", "Imago mundi" y "Familiares
y sortilegios" son algunos de los títulos ya editados Publicaciones:
El tema del deslindado (1961), Libro de bodas, plantas y amuletos (1963)
y Libro de los misterios (1993).
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EL TEMA DEL DESLINDADO
Ed.
Alción, Córdoba 1985.
Relato
del pródigo
Encuentro
que ya nada puede justificar este destierro.
Tengo
que rescatar, no por perdón ni orgullo
aquellas
lejanías, donde la luz disputa su límite mortal a mi memoria.
Ahora
estoy sin defensa entre estos muros.
Es
inútil cantar, no lejano de mí, sin bandera ni signo
Todo
está sin historia.
A
quién debo llamar en circulares noches extrañísimas,
por
tan triste ciudad, ya condenado a padecer sus días.
(...)
Encuentro
que ya nada puede justificar este destierro
se
hace noche y día sobre esta tierra de nardos victoriosos
alucinado
y hondo país de amapolas, de pájaros,
con
sus muertos que abismas mi memoria con tan remoto fuego.
Aún
sigo como el pródigo perdido que ha grabado su nombre en las arenas.
Y
piensa regresar un día, con sus labios nocturnos en el viento.
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Desde
la soledad del Sur
Existíamos
por las costumbres naturales;
por
la continuación de los días entre perfumes heredados del viento:
por
palabras que pronunciaban la soledad y la
permanencia
de los oscuros otoños;
por
las fechas fieles del amor en memoriosas tardes;
por
algún nacimiento y algún instante de vivir la muerte
y la
plena vigilia de la noche humillado la tierra
acrecentando
el canto para el lujo final de los olvidos.
Eran
ciertos los hombres de la inaudita patria que sabían
que
toda la ternura del mundo es un racimo,
y el
amor la sustancia de los cielos,
reino
de toda luz.
Aquel
mundo de fábula hoy vuelve a mi memoria
con
hondo mediodía
cuando
rabia del viento en los confusos mundos de
los
médanos
tocaban
lejanías para salvar maderas de la niebla,
porque
allí entonces alguien se bebía el verano que
bajaba
en los frutos;
o
tocaba campanas desde el fondo del viento
despreocupadamente!
Quien
llegó hasta nosotros ha conocido la aridez
del
sueño
la
inexplicable mutación del cielo donde yacen los
pájaros
las
hierbas que crepitan en los densos otoños de
cosechas;
la
luz que alza del polvo los enlutados pies de algún
llorante.
Existíamos
por el mar que era un niño ordenándolo
todo;
por
aquel firmamento que lloraba fragancias entre
los
animales;
por
círculos de nardos donde un niño guardaba su
memoria,
por
el rumor que alzaban las ciudades de grillos y de
abejas.
Sobrellevábamos
el grito de la soledad hacia nuestro
propio
olvido.
Los
dioses del sur que regresan después de las lluvias,
los
agostos de crueles remolinos,
los
jinetes oscuros que llevaban caballadas sedientas,
los
astros regidores de las resurrecciones y las
putrefacciones
reconocían
la mansedumbre de nuestros ojos,
la
paz eterna del corazón, la justificación de las
derrotas.
Eran
ciertas las muertas estaciones, la abierta
eternidad
con
confusos desorden de coronas, maderas y velorios,
las
puertas que sucumben ante las implacables
lejanías,
el
cielo con sus zumos de secretos retornos,
aquel
país de arenas, de moluscos, de gaviotas
sedientas
que
bajaban a la dulce seguridad de las manos del
niño.
Existíamos
como los días de algunos renovados
otoños;
Como
los trasparentes nacimientos de algunas
mariposas
tratando
de sabernos en la tierra con crepúsculos,
lluvias,
laberintos.
Desmedidas
fueron las palabras que nos dieron su
adiós
en una tarde.
Desde
entonces vivimos en las llorosas grietas del
olvido.
Sabemos
que el recuerdo es una larga rosa que hace
sombra
a tan
marchito cuerpo.
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ANTOLOGÍA DE LA POESÍA MODERNA DE CÓRDOBA
Prólogo,
selección y notas de Martín Sosa. Ediciones Morena. Córdoba. 1986
El
que memora
A Emilio Sosa López
¡Estará
anocheciendo en una patria que amo!
Caerán
a esta hora sobre todas las hierbas cansadas de luz
flechas
del otoño obstinado en su inacabable perfume.
Irán
los ríos creciendo hacia los remotos pueblos.
Volverán
por el cielo las bandadas de garzas.
La
muerte diaria será una noche de interminables ritos
y de
fuegos,
todo
dependerá de la cíclica luna
y
nacerán los niños desde el fondo celeste de la atmósfera.
Estará
cayendo la noche-niña, la noche de los ladridos,
la
noche de los perdurables milagros:
se
convertirán las mujeres en fabulosas aves que espantan los viajeros,
volverán
los carruajes de los muertos cargados de azucenas
y
tejerán los astros por el cielo su interminable ruta.
Descenderá
la noche hacia los sitios del extraño fuego,
medirá
las horas de la soledad en sus dormidas vestiduras;
tendrá
por fin esa grandeza oscura de un ritual paraíso.
¡Dirán
sus huéspedes las oraciones del día y yo quedaré lejos!
Me
habrán olvidado como si no tuviese vida ni muerte.
Como
si estuviera no nacido
y
jamás hubiese posado mis manos sobre las tristes
puertas
del ocaso
y
tampoco cantado en despiadadas lluvias que atestiguan mi rostro.
Rezarán
por los árboles quemados, por los niños que
cumplen
su soledad debajo de rosales memoriosos;
por
las madres consumidas por mandato de Dios;
por los
caballos que han devorado los perros,
por
las ánimas que se levantan del oscuro territorio de
herrumbrados
follajes,
por
las lluvias que no llegaron y las sequías asoladoras,
por
alianzas que traen sus redes de agonía,
por
costumbre nomás de saberse olvidado de niños y
heredades,
por
todos los que dejaron un lugar vacío en la casa,
un
penetrante olor a deshojado ramo
y un
nado en las guirnaldas que aún penden en paredes
desoladas.
Estarán
ahora llevándose la mano a los sagrarios.
Buscarán
en las visiones de su árido día la justificación
de la
existencia;
contarán
a los niños que hay en el sur un duende que
es
nieve de paloma, que canta de calandria,
que
escapa en la llanura en forma de celeste remolino
y se
guarda en el río o entre los pastizales para cazar la
luz
del alba.
Relatarán
los últimos acontecimientos de la tierra:
Algunos
vieron ya cruzar la primera majada del otoño
sin
llevar los jinetes;
otro
dirá que la estación no es propicia para el perfume
ni
que los enjambres se colmarán para el invierno.
Otro
memorará verdes tablones donde descansa el padre
en
perpetua estadía;
y el
más joven quizás cantará convocando golondrinas
porque
en su cuarta luna la mujer guarda leche.
Las
niñas esperarán, esperan a la torcaz del cielo,
a los
gitanos que desde hace muchos años no llegan
para
danzar por los llanos,
para
juntar mariposas en el trigo
para
ir hasta las playas con sus huecos tambores y sus cantos.
Estará
anocheciendo en algún país que eternamente vivo!
Ninguno
de sus seres recordará mi voz de solitario.
Pasarán
los días con sus renovaciones, sus naufragios de
flores,
sus ciclos de fragancias.
He
dispuesto mi exilio entre duras ciudades de máscaras,
muertes,
soledades,
hospitales,
cotidianas flores disecadas.
Me
habrán olvidado como si no tuviese vida ni muerte.
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Hablo
del abandonado
This is the desert, this the solitude.
Young
¿Qué
suave voz aún lo denomina en su mandato de tierra?
¿Qué
inviolada quietud lo vive entre las muertes
desvestido
por fin de la ciudad inmensa que devoró su rostro,
sin
guardar un instante en su memoria
esos
días del sur donde la infancia fue de viento victorioso?
Quien
le hable quedará retenido en países de sus relatos,
donde
suaves muchachas ven regresar las lunas
con
las savias secretas, los árboles del loto, la flauta del otoño.
¿Y de
dónde te escuchamos hablar que no sea del cielo,
oh!
clamante perdido entre los infernales paraísos del hombre?
Nada
es posible para la salvación del implacable olvido.
Retornarás
a todas las ciudades con el peso del aire;
con
los vivos instantes que tus ojos guardaron
en el
extraño mundo de tus fábulas;
por
ti, comprenderemos que hay un mundo de abuelos
y de
niños
que
hablan en la mañana con los peces terrosos de los árboles
y
recorren llanuras donde la luz no tiene la presencia del fuego
ni en
cada aniversario del amor destejen las coronas
que
heredaron del cielo.
(Eras
el solitario en el jardín terreno donde osamos vivir,
reclamando
la ofrenda de nuestra salvación a cada instante.
Pero
estamos oscuros entre la inmensa soledad y el ruido,
grises
muros, carteles, ciudades sin piedad que nos devoran).
Mas,
he vuelto por fin, a sus terrestres límites,
a su
país, donde los astros rigen las dádivas del viento;
a sus
leyes de amor, a sus misterios,
a sus
extraños troncos de arenosas y fabulosas flores
que
se alimentan de las nubes
y
beben a las tardes caídas del otoño.
(Hablo
de ti, oh! abandonado,
en
esta hora de víctimas piadosas
porque
ya nadie puede recordarnos).
Mis
abiertas ventanas ven pasar a los hombres
que
olvidaron sus cánticos y palmas;
si
levanto las manos no quedarán cubiertas de frutos y
de
abejas,
ni en
mis ojos retendré los instantes primeros del verano,
con
sus garzas que tiemblan en lo azul del crepúsculo.
Sólo
puedo callar porque ante mi memoria la ciudad
infinita
crece
con sus desgracias, sus muertos, sus domésticos
infiernos.
Me
siento deshabitado de amor y de lucha
en
este amanecer del desamparo.
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Los amuletos
Este
es un lugar, donde nosotras las antiguas mujeres
del
viento
guardábamos
las piedras coralinas, lavadas con las plantas
del desastre.
Oh,
cuando el mar traía riñones de unicornios
con
el sólo conjuro de la sal
y el
aceite de iguana y el pan de los leprosos
eran
los comestibles de nuestras grandes barcas, cuando
íbamos
cantando, como ardientes tormentas de flores
al
crepúsculo,
viendo
llegar la noche por las playas ansiosas con negros
remadores.
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El árbol de las pestes
Cuando
el toro en el rumbo del cielo y al Hades baja
Isthar
a buscar a Tammuz,
en
ciudades del odio, sin las últimas aves de la música,
se
van las muchedumbres con sus ramos de secos alelíes,
y
olvidan aquel árbol de los lutos, bajo el cual, parejas
como
jóvenes dioses, limpian sus cuerpos de la
muerte.
Y
regresan, cantando, a las fiestas celestes del otoño.
Cuando
el Toro se duerme con su amoroso peso en ostral del viento,
y el
mundo inmensamente triste otorga los tributos de
cada
año
los
que viven debajo del árbol de las pestes
volcados,
derramados, dulcísimos,
saben
del poseído amor en sus cuerpos oscuros, donde
fue
la hermosura la cadena terrestre,
y
explican su destierro con esos largos vientos que arrojan
a sus
manos los lirios de otro reino,
esas
lluvias con telas y sortijas que perfuman harapos
como
ardientes amantes, con máscaras de sales.
Y así
miran sus rostros: Despojadas cenizas que los soles apartan
y se
dicen: Fuimos creados por la tierra bellísima para
tener
en los cálidos lechos esa carne del alba,
y
pregonar, singulares otoños con estrellas y cánticos.
Pero
aquí, desterrados de nuestras ciudades, bajo el árbol
con
hojas dichosas como mágicas islas,
siempre
miramos esa luna en moradas de sombra,
estos
cuerpos cargados de algún pálido polvo de flores
que
todo devora,
y
oímos majestad victoriosa en ofrenda, al corazón,
como
un ala apagándose en oscuro desierto.
Cuando
el Toro retorna a su cueva donde solo el misterio lo asiste,
nosotros
vamos a la hoguera, con sudarios de rosas y
amuletos,
como
al final de un viaje donde crecen los cielos,
sin
esperar esa noche de navíos en playas de seda donde
aguardan
las arpas y los verdes caballos del hierro.
El
árbol de las pestes cautivó nuestros pies en su tronco,
y
acuchilla a la sangre en altísimo olor de la vida.
Y así
crece en el centro del mundo sin historias de
muerte,
entregado
al poniente, con su sombra habitada de deseos,
como
una creación de la Hechicera sobre ardientes arenas del verano,
aquietando
en sus ojos, buscadores, florales, incansables,
cuerpos
para la alianza del amor castigados a fuego.
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