Juan Antonio Castro Torres

Trabajó en el diario La Voz del Interior (1960-1990) alcanzando la jerarquía de secretario de redacción. Fue gerente periodístico de la emisora LV2, director periodístico de Canal 2 de televisión por cable y redactor en el vespertino La Razón de Buenos Aires. Director nacional del periódico Cuestiones y director del Boletín Oficial de la Provincia de Córdoba, entre 1990 y 1995.
Editó las revistas especializadas sobre temas médicos “La salud y la gente”, del Hospital Privado de Córdoba; “Presente en Salud” de la Clínica Universitaria Reina Fabiola; “Fra Noi”, del Hospital Italiano de Córdoba y “Palabra de Centenario” del Hospital Nacional de Clínicas.
Entre 2011 y 2016, se desempeñó como asesor del decano de la Facultad de Ciencias Médicas (UNC), Prof. Dr. Gustavo Irico.
Castro Torres es autor de las novelas Para recuperar el alma (editada en 2007); La casona de los tres patios (editada en 2014); El largo camino hacia los otros y Las copas del triunfador; Si no te matan, te mueres (Cuentos para compartir) y dos ensayos: Siglo 20: Crónicas para una nueva república y La vida en un abrazo, estos últimos trabajos por editar.
En 2007, recibió en la Legislatura de Córdoba, el “Reconocimiento a la trayectoria, por su aporte generoso y labor periodística en favor de la cultura Provincial y Nacional”, otorgado por la Sociedad Argentina de Letras, Artes y Ciencias (SALAC).
Su relato “El último reportaje a San Martín”, fue premiado y publicado en la Revista Literaria del Centro MAS, en su número cinco de septiembre de 2011.


La casona de los tres patios

Novela. Editorial Alción. Córdoba. 2014

Introducción

Las calles principales del centro de la ciudad de Córdoba de la Nueva Andalucía, alrededor de 1910, estaban tachonadas de adoquines de madera. Otras empedradas, y hacia los barrios de extramuros, todavía quedaban numerosas arterias de tierra compactada. Los cordobeses y sus recatadas mujeres –muchas de ellas con vestidos largos que tapaban el calzado– caminaban pausadamente.
Se transportaban, en buena medida, en tranvías eléctricos que circulaban desde el año anterior, de andar lento, ruidoso y acompasado. Cuando dejaron de ser negocio para la actividad privada, los compró el Estado provincial aunque nunca pudo enjugar el déficit hasta el colapso final del sistema en 1962. Los colectivos urbanos se establecieron organizadamente en la ciudad de Córdoba recién comenzada la década del 30.
El caballo criollo ocupaba un lugar preponderante en distintas actividades sociales, comerciales, laborales, deportivas y familiares. Las pintorescas jardineras, plenas de filigranas, le daban identidad propia,  para la venta de pan, leche o verduras a domicilio; tiradas por yeguarizos, lo mismo que los grandes carros cisternas que transportaban agua hasta los domicilios de los cordobeses. La calle Belgrano era la arteria comercial por excelencia –la calle de los turcos– en tanto, desde Bolívar bajaban al centro los tranvías.
Los niños tomaban leche al pie de la vaca en su propia casa, gracias a la tarea realizada por vaqueros quienes recorrían diariamente los barrios con las lecheras listas para ordeñar ante la atenta mirada de los más pequeños. El italiano don Rosario, al que costaba entender su jerigonza, don Felipe y don Coyer, reconocidos vaqueros buscados por simpáticos y serviciales, eran quienes llegaban al centro de la ciudad por dicha calle Belgrano, el antiguo camino de las carretas, o por Arturo M. Bas o Corro.
Con la nata de aquella apetitosa leche, las abuelas, a fuerza de batir con tenedor, lograban una rudimentaria y sabrosa manteca casera. El contrasentido se encontraba en algunas farmacias de Córdoba, donde la cocaína se vendía libremente y sin receta por su capacidad para aliviar el dolor, según indicaba la increíble publicidad popular. Los boticarios remarcaban la bondad de la cocaína, recordando que el mismo Sigmund Freud la consumía para contrarrestar su afección a la morfina.
Tiempos de marcadas diferencias sociales y económicas entre los cordobeses los cuales se podían confirmar sin error cuando tenían la inoportuna ocurrencia de morir. Las exequias mostraban con toda nitidez la ubicación del difunto en el entramado social. Se infería de quién se trataba el fallecido, según la cantidad y calidad de las personas que se acercaban a ofrecer sus condolencias; su vestimenta, la jerarquía del féretro por la madera utilizada en su construcción y sus herrajes (si los tenía) y la cantidad de coronas exhibidas en el velatorio. En el transcurso de la capilla ardiente solían presentarse las nazarenas, mujeres contratadas que cultivaban el arte de llorar espontáneamente y a voz en cuello en los momentos adecuados del velorio, como a la hora de rezar el rosario, cuando llegaban los miembros más calificados de la familia de duelo, o al arribo de personajes importantes vinculados a la comunidad del desaparecido. Con frecuencia, para atemperar las largas horas de vigilia sólo sostenidas por café negro, aparecían los clásicos relatores de cuentos breves de salón, algunos, picantes los más, con la chispa propia e irrepetible del humor cordobés.
La culminación de las exequias mostraba el féretro, transportado lentamente como dando noticia por toda la ciudad, en un imponente carruaje negro tirado por negros potros lustrosos, de gran porte. Lucían brillantes arneses de bronce lustrado a mano, dos, cuatro o seis, según el poder adquisitivo de cada uno. Una gran cruz en la cúpula del vehículo especial, orientado en su andar por mozos de cuadra, de rigurosa etiqueta. Muchos peatones detenían la marcha y se persignaban al pasar el cortejo. Sobre el féretro, colgaba un paño negro con grandes letras doradas de imprenta, que destacaban nombre y apellido del muerto. Conducían la carroza fornidos hombres de rostro adusto, impecablemente vestidos de levita negra y galera, que, con largos látigos regulaban a voluntad el andar de los briosos corceles. El cortejo fúnebre, integrado eventualmente por otro carruaje de ofrendas florales, se complementaba con mateos, donde se ubicaban los parientes más cercanos. Por último, los automóviles, que, también por su calidad y cantidad, daban la pauta de la importancia del extinto. Acostumbraban detenerse en una de las iglesias del recorrido para la misa de cuerpo presente. En el pórtico del cementerio, verdadera ciudad de los muertos con construcciones monumentales destinadas al descanso eterno, esperaba un buen número de fotógrafos que inmortalizaban el momento, cuando transportaban el féretro a pulso para el responso final en la capilla del camposanto. El difunto se trasladaba al panteón familiar; algunos de ellos, auténtica obra de arte con montacarga eléctrico incluido para depositar los cajones en distintos niveles, o a nichos, propiedad de cofradías religiosas o en una fosa común.
Cuando fallecía un niño el velorio tenía características diferentes, porque moría un “angelito” (según la creencia, sin pecado), al que colocaban en un cajón blanco. En las exequias, lo conducía una pequeña carroza  blanca, tirada por blancos  caballos.
Por cierto, las viudas debían guardar riguroso luto negro por un año, cuando menos, aunque algunas lo llevaban de por vida. En tanto, los hombres, parientes del difunto/a tenían que lucir un brazalete negro en la manga izquierda del saco o una cinta en la solapa. Para los difuntos pobres, utilizaban un carro municipal de tracción a sangre, que transportaba al osario el rústico cajón con el muerto sin pompa alguna.

La majestuosidad de las iglesias de Córdoba, llamada la “Roma argentina” por la multiplicidad de basílicas y conventos existentes en el casco urbano, hacía que la cruz fuese el símbolo dominante. En el espacio visual se destacaban las bellas espadañas que se levantaban, desde la Catedral, frente a la plaza mayor, hacia la periferia. La mayoría construidas en estilo barroco, aunque con elementos renacentistas o románicos. Una fotografía de la vigorosa presencia de la Iglesia Católica en la sociedad profundamente creyente y solidaria por convicción con los principios rectores que dictaban desde Roma. Todavía pesaba la  influencia de los jesuitas,  tanto en lo espiritual como en lo educativo, político, cultural y social, ya que Córdoba fue la capital de la Gran Provincia Jesuítica, que integraba nuestro territorio con el de Brasil, Paraguay, Bolivia y Chile.
Era la “Córdoba de las campanas”, que tan bien describió Arturo Capdevila en su libro Córdoba Azul. Tiempo de las románticas serenatas nocturnas, con cantores y músicos populares de leyendas, que le dieron a la ciudad durante décadas una impronta singular desde el barrio “El Abrojal”. Entre ellos, tal vez los más emblemáticos, Edmundo Cartos, “El Cabeza Colorada” (José María Llanés) y Ciriaco Ortiz; este último, virtuoso inigualable del bandoneón, que en el pináculo de su bien ganada fama, integró la orquesta de tango del talentoso Aníbal “Pichuco” Troilo. Igualmente, en ese colorido rincón del arrabal, cantó Carlos Gardel en sus años mozos, cuando visitando Córdoba se alojaba en la pensión de “la Chavela”, ubicada sobre el cauce viejo de La Cañada.

Por la calle Colón al norte (La “Calle Larga”, contrapuesta con General Paz- Vélez Sarsfield, la “Calle Ancha”), en el centro de la capital, se levantaba una flamante mansión, que impresionaba por su avanzada arquitectura. Mostraba dos plantas, balcones con herrajes desmontables traídos de Francia; vistosa y sólida piedra, mármol italiano, mayólicas e imponente puerta–portón de madera de cedro, labrada a puro cincel; el frontispicio, de estilo Art Nouveau. La precedían dos columnas de cemento que sostenían sendas farolas de hierro trabajado y gruesos vidrios, iluminando día y noche el jardín de acceso. Habían participado en su diseño jóvenes arquitectos egresados de la Escuela de Bellas Artes de París, una de las más prestigiosas del siglo XIX.
En su interior, pisos de madera entablonada y lustrada, ventanas con vidrios biselados, pesadas cortinas y delicados tapices. Uno de ellos, reproducción artística de la bandera del País Vasco Francés (Ikurriña): fondo rojo, aspa verde sobre la que aparecía superpuesta una cruz blanca, símbolo de la fe cristiana. Similar a la bandera de Gran Bretaña, porque decían, el creador del símbolo patrio vasco admiraba a Escocia, cuyo emblema también incluye un aspa de San Andrés.
Se distinguía el amplio hall de acceso por el buen gusto decorativo y la cálida luz que llegaba a todos los rincones. En uno de ellos resplandecía una bandera argentina: el sol incaico bordado por manos virtuosas con gruesas hebras de hilo dorado, izada en un mástil que llegaba casi hasta el cielo raso, junto a un doliente Cristo en la cruz, tallado en una sola pieza de fino roble. A la par, una secuencia de óleos de honorables familiares. Otro cuadro, artístico, representaba un gran barco fantasmagórico navegando un mar ignoto y proceloso, atacado desde el cielo con rayos y centellas. La clave de esta pintura impresionista lo daba una transparencia, a la altura de la línea de flotación y a todo lo largo del barco. Permitía adentrarse hacia la oscura sentina, donde negros remeros con grilletes en sus miembros inferiores que los sujetaban al piso, aparecían sudados por el esfuerzo de mover semejante mole por el embravecido mar circundante.
En otro lugar bien visible, un reloj de péndulo, de impactante cuadrante dorado con números romanos, enorme caja de madera que se levantaba casi dos metros desde el suelo, pero que solía atrasar alrededor de diez minutos por día calendario. Frente de vidrio con cerradura metálica y resonancia de violonchelo, recordaba cada hora con campanadas, que, en ese ámbito cerrado, retumbaban como las campanas de la Catedral. A su lado, un cofre de madera lustrada con tapa de vidrio y en su interior, sobre un paño rojo furioso, dos pistolones clásicos de un solo tiro, para salvar el honor en los duelos acostumbrados para dirimir diferencias insalvables, aparentemente, en el terreno del diálogo y la razón.  Tres estatuas de yeso con figuras mitológicas,  coronadas de luminarias, proporcionaban la suficiente luz artificial para admirar el diseño ecléctico del living.
Incluía el lujoso ámbito una presencia inanimada, disonante con el entorno: un enigmático y voluminoso arcón de rústico cuero negro, tapa bombé con abrazaderas de hierro fundido. Su interior estaba forrado con tela oscura. La cerradura, un candado antiguo. Bastaba verlo para que la imaginación acercara historias de piratas,  justicieros y tesoros escondidos por crueles filibusteros en  desconocidas islas que sólo los héroes de novelas pueden localizar.
Mullidos sillones de terciopelo, de uno, dos y tres cuerpos, que invitaban a apoltronarse en ellos hasta la modorra reparadora. Junto al hogar, la leña trozada prolijamente para el invierno y los atizadores  de hierro bruñido. En el centro, por delante del delicado trinchante de vidrios biselados, la gran mesa de caoba, patas labradas y barnizadas, con capacidad para cuarenta comensales. Níveo mantel bordado y sobre éste varios candelabros de plata con velas de estearina, para ser encendidas a la hora de la cena. Finalmente, por si fuese necesario otro toque de fina distinción, el piano de cola de estilo vienés, listo para interpretar.
Todo este confortable entorno cobraba inusitada vida social en los fines de semana, con reuniones a la hora del té o de la cena, con tertulias culturales que incluían música y poesía. No faltaban las reuniones políticas, filantrópicas o comerciales convocadas por los dueños de la mansión. Así, el ámbito se tornaba desbordante de invitados para las fiestas nacionales y, también, en oportunidad de celebraciones patrióticas del País Vasco.
 La cálida y acogedora casona contaba con tres patios –uno, cubierto con bóveda de grueso vidrio labrado- y otras tantas glorietas con plantas frutales, enredaderas, maceteros pintados de vivos colores, con rosas de diversos matices, arbustos de camelias y hortensias; flores, invierno y verano. Alrededor de veinte habitaciones con todas las comodidades, sobrio comedor diario, dos cocinas, cuatro baños, y amplio sótano–bodega, con sala de calderas, completaban la construcción. El personal de servicio ingresaba a la mansión por un sólido portón, a la altura del tercer patio, ubicado en la calle lateral, a unos veinte metros de la encrucijada principal. Por allí también atendían a diario a los proveedores de alimentos y vituallas para la familia.
Justiniano Iparralde y su consorte, Petrona Bondeville, habían hecho construir la gran casona, para cobijar allí, con el paso de los años, a su numerosa descendencia.
Estas lujosas construcciones mediterráneas guardaban algún parecido con aquellos majestuosos palacios, levantados en la ciudad de Buenos Aires por los prósperos terratenientes, que recogían sus riquezas en la feraz pampa húmeda. Las invertían en mármoles y oropeles, para que aquella se asemejara a las grandes metrópolis europeas con largas historias de burguesía ilustrada, de nobles y realezas. Córdoba también tuvo lo suyo con el bellísimo Palacio Ferreyra frente a la señorial Plaza España; todo un testimonio de aquel pensamiento voluntarista que abrevaba en la vieja Europa. 
Aquella mansión se hallaba enclavada en una  esquina, muy cerca del viejo cauce del arroyo La Cañada, por entonces un rumoroso hilo de agua, que, serpenteando por el sector centro-meridional de la ciudad, se incorporaba luego al Río Primero que sin descansar trajina hasta morir en la salobre Mar Chiquita.
Pero este irrelevante arroyuelo se transformaba a veces en vigoroso torrente incontrolable cuando llovía, más que peligroso para los cordobeses, sus animales y sus enseres, causando pánico desde el siglo XVII. Más acá en el tiempo, con los desmadres ocurridos en 1928, 30 y 31. Hasta que en 1939, después de la trágica inundación del 15 de enero, que dejó varios muertos, el gobernador Amadeo Sabattini ordenó que lo castigaran para siempre, encarcelando su irregular paso con piedra y cemento, reo de por vida (1). Beneplácito de las generaciones futuras, que orgullosas, se deleitan con el tradicional paseo que da identidad a “La Docta”. Frecuentan La Cañada, para compartir junto al emblemático muro, historias de amor y desengaños, de pasiones y desencuentros, con vagabundos y solitarios, alcohólicos noctámbulos y algún que otro suicida. Mientras que ladrones y descuidistas huyen por su cauce hacia las bocas de desagües aledañas, frente a la indiferencia de las tipas que elevan sus ofrendas al cielo, esperando ser saciadas por el agua.


Si no te matan, te mueres
Cuentos para compartir

Inédito. 2017.
 A contramano

Los periódicos lo destacaron en primera plana, y no era para menos. El Reverendo Padre Martiniano del Corazón de Jesús Izquierdo, de ochenta y pico de años, fue atacado con alevosía por un hombre de mediana edad, bien vestido, a plena luz del día. Ocurrió a la salida del turno matutino del establecimiento educacional, que el sacerdote regenteó por más de cuatro décadas. El desconocido, sin mediar palabras, empuñando un antiguo puntero de madera, se acercó al cura y comenzó a pegarle con el duro madero que blandía en su mano izquierda.
Uno, diez, cien golpes en la cabeza, hasta que el aturdido anciano cayó a tierra bañado en sangre. Las personas que estaban cerca, la mayoría de ellas padres que recogían a sus hijos del colegio, se abalanzaron sobre el golpeador y lo inmovilizaron. No opuso resistencia y a los pocos minutos estaba en un calabozo de la comisaría más cercana, en tanto que Izquierdo fue derivado en ambulancia al hospital.
El Fiscal de turno caratuló las actuaciones como “lesiones graves” y ordenó la detención preventiva, su identificación y el envío de los antecedentes penales del atacante.
El informe médico llevó alivio a las autoridades eclesiásticas, porque indicaba que los golpes causaron lesiones  superficiales en la cabeza del anciano. Después de los estudios correspondientes, se estableció en una semana la recuperación del herido. El juez de control cambió la carátula a “lesiones leves” y dispuso la libertad condicional del agresor, Ramón Justo Carretaygoitía, sin antecedentes penales, casado, tres hijos, y de profesión viajante de comercio. La resolución del magistrado indicaba que la causa continuaría en el fuero penal, a cargo del juez de sentencia Guido María Fleytas, que era un magistrado conocido por su  capacidad para impartir justicia.
Desde el punto de vista periodístico, el incidente fue perdiendo interés. No aparecieron aquellos comunicadores inquietos y observadores que conocen a fondo su responsabilidad social, por lo que no hubo quien, más allá de la justicia, pudiera establecer con certeza las razones del insólito ataque.
¿Por qué agredir así a un anciano sacerdote y docente? ¿Por qué lo atacó con un puntero de madera, símbolo de educación, de autoridad y buenas costumbres, que empuñaba con la mano izquierda? ¿Fue su propósito quitarle la vida? ¿Intentó robarle o fue una venganza, o un mensaje mafioso para la comunidad que el cura representa? ¿O fue, en definitiva, en defensa propia?
El juez de sentencia escuchó a numerosos testigos, a la víctima y tomó declaración indagatoria al imputado. A los pocos días dispuso realizar la audiencia final sin modificaciones en cuanto a la carátula de lesiones leves.
En el estrado principal del juzgado se ubicó el magistrado y su secretaria H.N.B., que leyó las cuestiones técnicas y formales al abrirse la audiencia. A la derecha del juez, el acusado y su defensor oficial. A la izquierda un abogado representando a la querella. Y en los diversos bancos de la sala, muy poco público, en su mayoría estudiantes de derecho y empleados de tribunales, además de la esposa y los tres hijos del imputado. El sacerdote, víctima de la golpiza, no acudió. En su declaración testimonial dijo que no conocía a su agresor, que no tenía la menor idea por qué había sido atacado, y que esperaba que cayera sobre él todo el peso de la ley. No había periodistas, ni siquiera aquéllos que se ocupan de la crónica policial, tan rica en episodios donde la conducta humana sorprende por insospechada.
Después de ser identificado por sus datos personales, Carretaygoitía juró por Dios, decir “la verdad, nada más que la verdad y toda la verdad”.
– ¿Conocía Ud. al sacerdote Izquierdo?, fue la primera pregunta del juez.
–Sí, su Señoría.
– ¿Desde hacía mucho tiempo?
–Desde hace más de cuarenta años, señor juez.
–En qué circunstancias lo conoció, expláyese por favor.
–Fue mi primer maestro en la escuela primaria de ese mismo colegio, donde hoy el cura Izquierdo es rector emérito.
–Y pese a su calificación de su “primer maestro”, usted, de buenas a primera va y lo arremete brutalmente. ¿Por qué?

Se produjo entonces un tenso y largo silencio. El imputado recorrió con la mirada todos los rostros, deteniéndose un poco más en sus hijos y su esposa. Con voz quebrada por la emoción contenida, reanudó su testimonio.
–Desde mi conciencia, lo que hice fue en defensa propia.
–Continúe, continúe, dijo el juez.
–Recuerdo que el primer día de clases, el padre Martiniano tenía entre sus manos su inseparable puntero de dura madera y vestía larga sotana negra con botones hasta los pies. Parado sobre la elevada plataforma de madera, donde estaba instalado el escritorio del maestro, aparecía como un gigante frente a nosotros. Jamás volaba una mosca sin permiso del señor cura. Escribía notas en el pizarrón y nosotros debíamos copiarlas en nuestros cuadernos. Cuando estábamos en esa tarea él se paseaba golpeando levemente los pupitres con la punta más fina del puntero, a veces haciendo tintinear los tinteros involcables instalados en los escritorios. Así fueron los primeros días, palotes iban, palotes venían. Como a las tres semanas, más o menos, todo un acontecimiento: comenzaríamos a escribir las vocales. Una fiesta. El sacerdote las dibujaba en el pizarrón, explicaba su fonética y pronunciación y cómo debía realizarse la caligrafía. En los cuadernos copiábamos todo, abriendo nuestros corazones a la fantasía porque estábamos empezando a escribir, ¡toda una hazaña! De repente, el cura ordenó: “Fulanito, al pizarrón. Escriba la vocal e…, ¡muy bien!, ahora en minúscula… ¡Excelente! “Pase Menganito…” Hasta que escuché mi nombre y decidido pasé al frente muy tranquilo; ya sabía todas las vocales porque mi madre me las había enseñado. Esperaba escuchar las felicitaciones del maestro para congraciarme con mis compañeros. Pero ocurrió algo terrible que me cambió la vida, señoría.
–Ramón Justo, la letra u, mayúscula y minúscula. Al trabajo.
Tomé la tiza y en el medio mismo del pizarrón tracé la vocal solicitada cuando, como un verdadero trueno, me interrumpió la voz del sacerdote.
– ¡Irreverente, voto a Satanás! ¡Quién te ha enseñado a escribir con la mano izquierda, desgraciado muchacho ignorante! ¿Acaso no te han dicho que los zurdos se van derecho al infierno? ¡Ya mismo, escribe con la derecha, por amor de Dios y no lo vuelvas a hacer más con la izquierda, porque ya sabes qué  ocurrirá con tu alma maldita!!
Fue el susto más grande de mi vida. Casi sin pensarlo y mucho menos dudarlo, tomé la tiza con la derecha y sin problema alguno “dibujé” la u, mayúscula y minúscula. Me fui a sentar a mi banco sin entender una sola de las palabras del cura que seguía refunfuñando no sé qué cosas. Camino a mi casa me retumbaba en la cabeza de niño la sentencia de que los zurdos se iban todos al infierno. Me sentía culpable. Toda la culpa era mía por haber nacido zurdo, Señoría. El cura tenía razón, yo era un desviado y merecía el castigo de Dios por violar sagradas reglas que el sacerdote, santo inquisidor, hacia respetar sea como fuere. Ni a mi madre le conté lo ocurrido. Guardé para mí el vejamen, que por cierto, continuó. Por ejemplo, tenía habilidad para jugar al fútbol tanto que el profesor de gimnasia me había puesto en el equipo titular como delantero, por la punta izquierda. En uno de los partidos de práctica vi que por detrás de uno de los arcos pasaba, leyendo la Biblia, mi maestro de grado, justo en el momento que yo marcaba un lindo gol. A la práctica siguiente, sin explicación alguna, el profesor me dijo que tenía que ir al arco y puso de puntero izquierdo a un derecho nato y bastante “tronco” para el fútbol.
El aula, para mí, era el infierno. Todo el día el puntero, y por detrás de él, el señor cura que, cuando pasaba a mi lado me golpeaba los nudillos de la mano izquierda con el extremo del puntero y reiteraba como en una letanía: “Con esta no, mi amigo, con esta no”.
Desde entonces, señor juez, mi vida cambió. Por gracia de Dios soy zurdo para todo, menos para escribir y lo tengo que hacer con la mano derecha para no irme al infierno. Y este temor al averno tan odiado me hizo perder muchas cosas que ya no puedo recuperar, como mi niñez. Le doy un ejemplo para no extenderme. Desde niño, el sueño de toda mi vida fue estudiar arquitectura. No pude hacerlo justamente porque no escribo, dibujo las letras, y mi caligrafía,  usted ha comprobado es ilegible. Por eso digo que lo ocurrido fue en defensa propia. Me decidí a hacerlo después que el Papa confirmó que el infierno, en los términos que se conocían hasta ahora, no existe. Pero yo sí conocí este infierno en el que me sumió mi maestro cura de primer grado. Tuve que actuar en defensa propia de aquel inocente niño que era yo. La sociedad de entonces no pudo defenderme por el oscurantismo cómplice; todo está hecho para los diestros.  Ahora, también me condenarán. Si en algo puede atemperarse la pena, su Señoría, permítame que le diga, porque estoy bajo juramento, no fue mi propósito quitarle la vida. Fue un castigo mínimo, una suerte de ojo por ojo modesto, si lo comparamos con el daño que él sí me infirió. Por eso deseo que continúe vivo y que se entere por este juicio y su fallo, de los argumentos que me llevaron a golpearlo con el símbolo de su bestial autoridad ante niños indefensos. Ojalá tenga conciencia todavía como para darse cuenta del daño que causó. Yo, que sigo creyendo en Dios, espero que no existan otros niños, zurdos o no, que caigan en las manos de quien no merece llevar hábitos ni estar en el seno de la Iglesia Católica. Es todo, señor juez.
En la sala se hizo un profundo silencio. Todos se miraban entre sí, analizando los argumentos del victimario. El juez ordenó un cuarto intermedio de una hora para hacer conocer la sentencia.
“Antes de la lectura de la sentencia, algunas precisiones que me parece oportuno poner de relieve”, señaló el magistrado al reanudarse la audiencia. “Nadie puede hacer justicia por mano propia porque vivimos en un Estado de derecho; hay que respetar la ley. En este caso en particular puede encontrarse con mucha facilidad  argumentos atenuantes, he tratado de valorizarlos hasta donde la ley me permite. Pero hay un delito, hay una víctima de ese delito y un culpable confeso y en mi fallo no hice otra cosa que ajustarme a derecho”- dijo el juez.
La secretaria leyó la sentencia: “Declarar a Ramón Justo Carretaygoitía, ya filiado, culpable del delito de lesiones leves y, por ello, imponerle la pena de seis meses de prisión, en suspenso. Además, deberá cumplir obligatoriamente un trabajo social como ordenanza en un hospital público de la ciudad de Córdoba durante seis meses, cuatro horas por día, cinco veces por semana, a partir del lunes siguiente. Incluye la limpieza de todos los baños del establecimiento que la autoridad de aplicación determine, sin recibir por ello retribución monetaria alguna. Teniendo en cuenta el relato del condenado, y frente a la posible comisión de algún otro delito cuando era un niño, doy traslado de estas actuaciones al Tribunal Superior de Justicia solicitando las haga conocer al Ministerio de Educación de la Provincia y al Arzobispado de Córdoba, a sus efectos. Protocolícese, hágase saber y dese copia. Firmado Dr. Guido María Fleytas, juez, Dra. H.N.B., secretaria”.
No bien concluida la lectura de la sentencia, el juez  se quitó la toga y los anteojos, bajó del estrado y estrechó en un prolongado abrazo al condenado.


Nota del autor: Estos son algunos de los zurdos más famosos de la historia: Julio César, Leonardo Da Vinci, Bill Gates, Nicole Kidman, John F. Kennedy, Charly García, Jimi Hendrix y Charles Chaplin.




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