Juan Antonio Castro Torres
Trabajó
en el diario La Voz del Interior (1960-1990) alcanzando la jerarquía de
secretario de redacción. Fue gerente periodístico de la emisora LV2, director
periodístico de Canal 2 de televisión por cable y redactor en el vespertino La Razón
de Buenos Aires. Director nacional del periódico Cuestiones y director del
Boletín Oficial de la Provincia de Córdoba, entre 1990 y 1995.
Editó
las revistas especializadas sobre temas médicos “La salud y la gente”, del
Hospital Privado de Córdoba; “Presente en Salud” de la Clínica Universitaria
Reina Fabiola; “Fra Noi”, del Hospital Italiano de Córdoba y “Palabra de
Centenario” del Hospital Nacional de Clínicas.
Entre
2011 y 2016, se desempeñó como asesor del decano de la Facultad de Ciencias
Médicas (UNC), Prof. Dr. Gustavo Irico.
Castro
Torres es autor de las novelas Para
recuperar el alma (editada en 2007); La
casona de los tres patios (editada en 2014); El largo camino hacia los otros y Las copas del triunfador; Si
no te matan, te mueres (Cuentos para compartir) y dos ensayos: Siglo 20: Crónicas para una nueva república y La vida en un abrazo, estos últimos
trabajos por editar.
En 2007, recibió en la Legislatura de Córdoba, el “Reconocimiento a la trayectoria, por su aporte generoso y labor periodística en favor de la cultura Provincial y Nacional”, otorgado por la Sociedad Argentina de Letras, Artes y Ciencias (SALAC).
Su relato “El último reportaje a San Martín”, fue premiado y publicado en la Revista Literaria del Centro MAS, en su número cinco de septiembre de 2011.
En 2007, recibió en la Legislatura de Córdoba, el “Reconocimiento a la trayectoria, por su aporte generoso y labor periodística en favor de la cultura Provincial y Nacional”, otorgado por la Sociedad Argentina de Letras, Artes y Ciencias (SALAC).
Su relato “El último reportaje a San Martín”, fue premiado y publicado en la Revista Literaria del Centro MAS, en su número cinco de septiembre de 2011.
La casona de los tres patios
Novela.
Editorial Alción. Córdoba. 2014
Introducción
Las
calles principales del centro de la ciudad de Córdoba de la Nueva Andalucía,
alrededor de 1910, estaban tachonadas de adoquines de madera. Otras empedradas,
y hacia los barrios de extramuros, todavía quedaban numerosas arterias de
tierra compactada. Los cordobeses y sus recatadas mujeres –muchas de ellas con
vestidos largos que tapaban el calzado– caminaban pausadamente.
Se
transportaban, en buena medida, en tranvías eléctricos que circulaban desde el
año anterior, de andar lento, ruidoso y acompasado. Cuando dejaron de ser
negocio para la actividad privada, los compró el Estado provincial aunque nunca
pudo enjugar el déficit hasta el colapso final del sistema en 1962. Los
colectivos urbanos se establecieron organizadamente en la ciudad de Córdoba recién
comenzada la década del 30.
El
caballo criollo ocupaba un lugar preponderante en distintas actividades
sociales, comerciales, laborales, deportivas y familiares. Las pintorescas
jardineras, plenas de filigranas, le daban identidad propia, para la venta de pan, leche o verduras a
domicilio; tiradas por yeguarizos, lo mismo que los grandes carros cisternas
que transportaban agua hasta los domicilios de los cordobeses. La calle
Belgrano era la arteria comercial por excelencia –la calle de los turcos– en tanto, desde Bolívar bajaban al centro los
tranvías.
Los
niños tomaban leche al pie de la vaca en su propia casa, gracias a la tarea
realizada por vaqueros quienes recorrían diariamente los barrios con las
lecheras listas para ordeñar ante la atenta mirada de los más pequeños. El
italiano don Rosario, al que costaba entender su jerigonza, don Felipe y don
Coyer, reconocidos vaqueros buscados por simpáticos y serviciales, eran quienes
llegaban al centro de la ciudad por dicha calle Belgrano, el antiguo camino de
las carretas, o por Arturo M. Bas o Corro.
Con
la nata de aquella apetitosa leche, las abuelas, a fuerza de batir con tenedor,
lograban una rudimentaria y sabrosa manteca casera. El contrasentido se
encontraba en algunas farmacias de Córdoba, donde la cocaína se vendía
libremente y sin receta por su capacidad
para aliviar el dolor, según indicaba la increíble publicidad popular. Los
boticarios remarcaban la bondad de la
cocaína, recordando que el mismo Sigmund Freud la consumía para contrarrestar
su afección a la morfina.
Tiempos
de marcadas diferencias sociales y económicas entre los cordobeses los cuales
se podían confirmar sin error cuando tenían la inoportuna ocurrencia de morir.
Las exequias mostraban con toda nitidez la ubicación del difunto en el entramado
social. Se infería de quién se trataba el fallecido, según la cantidad y
calidad de las personas que se acercaban a ofrecer sus condolencias; su
vestimenta, la jerarquía del féretro por la madera utilizada en su construcción
y sus herrajes (si los tenía) y la cantidad de coronas exhibidas en el
velatorio. En el transcurso de la capilla ardiente solían presentarse las
nazarenas, mujeres contratadas que cultivaban el arte de llorar espontáneamente y a voz en cuello en los
momentos adecuados del velorio, como a la hora de rezar el rosario, cuando
llegaban los miembros más calificados de la familia de duelo, o al arribo de
personajes importantes vinculados a la comunidad del desaparecido. Con
frecuencia, para atemperar las largas horas de vigilia sólo sostenidas por café
negro, aparecían los clásicos relatores de cuentos breves de salón, algunos,
picantes los más, con la chispa propia e irrepetible del humor cordobés.
La
culminación de las exequias mostraba el féretro, transportado lentamente como dando noticia por toda la ciudad, en un
imponente carruaje negro tirado por negros potros lustrosos, de gran porte.
Lucían brillantes arneses de bronce lustrado a mano, dos, cuatro o seis, según
el poder adquisitivo de cada uno. Una gran cruz en la cúpula del vehículo
especial, orientado en su andar por mozos de cuadra, de rigurosa etiqueta.
Muchos peatones detenían la marcha y se persignaban al pasar el cortejo. Sobre
el féretro, colgaba un paño negro con grandes letras doradas de imprenta, que
destacaban nombre y apellido del muerto. Conducían la carroza fornidos hombres
de rostro adusto, impecablemente vestidos de levita negra y galera, que, con
largos látigos regulaban a voluntad el andar de los briosos corceles. El
cortejo fúnebre, integrado eventualmente por otro carruaje de ofrendas
florales, se complementaba con mateos, donde se ubicaban los parientes más
cercanos. Por último, los automóviles, que, también por su calidad y cantidad,
daban la pauta de la importancia del extinto. Acostumbraban detenerse en una de
las iglesias del recorrido para la misa de cuerpo presente. En el pórtico del
cementerio, verdadera ciudad de los muertos con construcciones monumentales
destinadas al descanso eterno, esperaba un buen número de fotógrafos que inmortalizaban el momento, cuando
transportaban el féretro a pulso para el responso final en la capilla del
camposanto. El difunto se trasladaba al panteón familiar; algunos de ellos,
auténtica obra de arte con montacarga eléctrico incluido para depositar los
cajones en distintos niveles, o a nichos, propiedad de cofradías religiosas o
en una fosa común.
Cuando
fallecía un niño el velorio tenía características diferentes, porque moría un
“angelito” (según la creencia, sin pecado), al que colocaban en un cajón
blanco. En las exequias, lo conducía una pequeña carroza blanca, tirada por blancos caballos.
Por
cierto, las viudas debían guardar riguroso luto negro por un año, cuando menos,
aunque algunas lo llevaban de por vida. En tanto, los hombres, parientes del
difunto/a tenían que lucir un brazalete negro en la manga izquierda del saco o
una cinta en la solapa. Para los difuntos pobres, utilizaban un carro municipal
de tracción a sangre, que transportaba al osario el rústico cajón con el muerto
sin pompa alguna.
La
majestuosidad de las iglesias de Córdoba, llamada la “Roma argentina” por la
multiplicidad de basílicas y conventos existentes en el casco urbano, hacía que
la cruz fuese el símbolo dominante. En el espacio visual se destacaban las
bellas espadañas que se levantaban, desde la Catedral, frente a la plaza mayor,
hacia la periferia. La mayoría construidas en estilo barroco, aunque con
elementos renacentistas o románicos. Una fotografía de la vigorosa presencia de
la Iglesia Católica en la sociedad profundamente creyente y solidaria por
convicción con los principios rectores que dictaban desde Roma. Todavía pesaba
la influencia de los jesuitas, tanto en lo espiritual como en lo educativo,
político, cultural y social, ya que Córdoba fue la capital de la Gran Provincia
Jesuítica, que integraba nuestro territorio con el de Brasil, Paraguay, Bolivia
y Chile.
Era
la “Córdoba de las campanas”, que tan bien describió Arturo Capdevila en su
libro Córdoba Azul. Tiempo de las románticas serenatas nocturnas, con cantores
y músicos populares de leyendas, que le dieron a la ciudad durante décadas una
impronta singular desde el barrio “El Abrojal”. Entre ellos, tal vez los más
emblemáticos, Edmundo Cartos, “El Cabeza Colorada” (José María Llanés) y
Ciriaco Ortiz; este último, virtuoso inigualable del bandoneón, que en el
pináculo de su bien ganada fama, integró la orquesta de tango del talentoso
Aníbal “Pichuco” Troilo. Igualmente, en ese colorido rincón del arrabal, cantó
Carlos Gardel en sus años mozos, cuando visitando Córdoba se alojaba en la
pensión de “la Chavela”, ubicada sobre el cauce viejo de La Cañada.
Por
la calle Colón al norte (La “Calle Larga”, contrapuesta con General Paz- Vélez
Sarsfield, la “Calle Ancha”), en el centro de la capital, se levantaba una
flamante mansión, que impresionaba por su avanzada arquitectura. Mostraba dos
plantas, balcones con herrajes desmontables traídos de Francia; vistosa y
sólida piedra, mármol italiano, mayólicas e imponente puerta–portón de madera
de cedro, labrada a puro cincel; el frontispicio, de estilo Art Nouveau. La
precedían dos columnas de cemento que sostenían sendas farolas de hierro
trabajado y gruesos vidrios, iluminando día y noche el jardín de acceso. Habían
participado en su diseño jóvenes arquitectos egresados de la Escuela de Bellas
Artes de París, una de las más prestigiosas del siglo XIX.
En
su interior, pisos de madera entablonada y lustrada, ventanas con vidrios
biselados, pesadas cortinas y delicados tapices. Uno de ellos, reproducción
artística de la bandera del País Vasco Francés (Ikurriña): fondo rojo, aspa
verde sobre la que aparecía superpuesta una cruz blanca, símbolo de la fe
cristiana. Similar a la bandera de Gran Bretaña, porque decían, el creador del
símbolo patrio vasco admiraba a Escocia, cuyo emblema también incluye un aspa
de San Andrés.
Se
distinguía el amplio hall de acceso por el buen gusto decorativo y la cálida
luz que llegaba a todos los rincones. En uno de ellos resplandecía una bandera
argentina: el sol incaico bordado por manos virtuosas con gruesas hebras de
hilo dorado, izada en un mástil que llegaba casi hasta el cielo raso, junto a
un doliente Cristo en la cruz, tallado en una sola pieza de fino roble. A la
par, una secuencia de óleos de honorables familiares. Otro cuadro, artístico,
representaba un gran barco fantasmagórico navegando un mar ignoto y proceloso,
atacado desde el cielo con rayos y centellas. La clave de esta pintura
impresionista lo daba una transparencia, a la altura de la línea de flotación y
a todo lo largo del barco. Permitía adentrarse hacia la oscura sentina, donde
negros remeros con grilletes en sus miembros inferiores que los sujetaban al
piso, aparecían sudados por el esfuerzo de mover semejante mole por el
embravecido mar circundante.
En
otro lugar bien visible, un reloj de péndulo, de impactante cuadrante dorado
con números romanos, enorme caja de madera que se levantaba casi dos metros
desde el suelo, pero que solía atrasar alrededor de diez minutos por día
calendario. Frente de vidrio con cerradura metálica y resonancia de
violonchelo, recordaba cada hora con campanadas, que, en ese ámbito cerrado,
retumbaban como las campanas de la Catedral. A su lado, un cofre de madera
lustrada con tapa de vidrio y en su interior, sobre un paño rojo furioso, dos
pistolones clásicos de un solo tiro, para salvar
el honor en los duelos acostumbrados para dirimir diferencias insalvables,
aparentemente, en el terreno del diálogo y la razón. Tres estatuas de yeso con figuras
mitológicas, coronadas de luminarias,
proporcionaban la suficiente luz artificial para admirar el diseño ecléctico
del living.
Incluía
el lujoso ámbito una presencia inanimada, disonante con el entorno: un
enigmático y voluminoso arcón de rústico cuero negro, tapa bombé con
abrazaderas de hierro fundido. Su interior estaba forrado con tela oscura. La
cerradura, un candado antiguo. Bastaba verlo para que la imaginación acercara
historias de piratas, justicieros y
tesoros escondidos por crueles filibusteros en
desconocidas islas que sólo los héroes de novelas pueden localizar.
Mullidos
sillones de terciopelo, de uno, dos y tres cuerpos, que invitaban a apoltronarse
en ellos hasta la modorra reparadora. Junto al hogar, la leña trozada
prolijamente para el invierno y los atizadores
de hierro bruñido. En el centro, por delante del delicado trinchante de
vidrios biselados, la gran mesa de caoba, patas labradas y barnizadas, con
capacidad para cuarenta comensales. Níveo mantel bordado y sobre éste varios
candelabros de plata con velas de estearina, para ser encendidas a la hora de
la cena. Finalmente, por si fuese necesario otro toque de fina distinción, el
piano de cola de estilo vienés, listo para interpretar.
Todo
este confortable entorno cobraba inusitada vida social en los fines de semana,
con reuniones a la hora del té o de la cena, con tertulias culturales que
incluían música y poesía. No faltaban las reuniones políticas, filantrópicas o
comerciales convocadas por los dueños de la mansión. Así, el ámbito se tornaba
desbordante de invitados para las fiestas nacionales y, también, en oportunidad
de celebraciones patrióticas del País Vasco.
La cálida y acogedora casona contaba con tres
patios –uno, cubierto con bóveda de grueso vidrio labrado- y otras tantas
glorietas con plantas frutales, enredaderas, maceteros pintados de vivos
colores, con rosas de diversos matices, arbustos de camelias y hortensias;
flores, invierno y verano. Alrededor de veinte habitaciones con todas las
comodidades, sobrio comedor diario, dos cocinas, cuatro baños, y amplio
sótano–bodega, con sala de calderas, completaban la construcción. El personal
de servicio ingresaba a la mansión por un sólido portón, a la altura del tercer
patio, ubicado en la calle lateral, a unos veinte metros de la encrucijada
principal. Por allí también atendían a diario a los proveedores de alimentos y
vituallas para la familia.
Justiniano
Iparralde y su consorte, Petrona Bondeville, habían hecho construir la gran
casona, para cobijar allí, con el paso de los años, a su numerosa descendencia.
Estas
lujosas construcciones mediterráneas guardaban algún parecido con aquellos
majestuosos palacios, levantados en la ciudad de Buenos Aires por los prósperos
terratenientes, que recogían sus riquezas en la feraz pampa húmeda. Las
invertían en mármoles y oropeles, para que aquella se asemejara a las grandes
metrópolis europeas con largas historias de burguesía ilustrada, de nobles y
realezas. Córdoba también tuvo lo suyo con el bellísimo Palacio Ferreyra frente
a la señorial Plaza España; todo un testimonio de aquel pensamiento
voluntarista que abrevaba en la vieja Europa.
Aquella
mansión se hallaba enclavada en una
esquina, muy cerca del viejo cauce del arroyo La Cañada, por entonces un
rumoroso hilo de agua, que, serpenteando por el sector centro-meridional de la
ciudad, se incorporaba luego al Río Primero que sin descansar trajina hasta
morir en la salobre Mar Chiquita.
Pero
este irrelevante arroyuelo se transformaba a veces en vigoroso torrente
incontrolable cuando llovía, más que peligroso para los cordobeses, sus
animales y sus enseres, causando pánico desde el siglo XVII. Más acá en el
tiempo, con los desmadres ocurridos en 1928, 30 y 31. Hasta que en 1939,
después de la trágica inundación del 15 de enero, que dejó varios muertos, el
gobernador Amadeo Sabattini ordenó que lo castigaran
para siempre, encarcelando su irregular paso con piedra y cemento, reo de por
vida (1). Beneplácito de las
generaciones futuras, que orgullosas, se deleitan con el tradicional paseo que
da identidad a “La Docta”. Frecuentan La Cañada, para compartir junto al
emblemático muro, historias de amor y desengaños, de pasiones y desencuentros,
con vagabundos y solitarios, alcohólicos noctámbulos y algún que otro suicida.
Mientras que ladrones y descuidistas huyen por su cauce hacia las bocas de
desagües aledañas, frente a la indiferencia de las tipas que elevan sus
ofrendas al cielo, esperando ser saciadas por el agua.
Si no te matan, te mueres
Cuentos para
compartir
Inédito. 2017.
A contramano
Los
periódicos lo destacaron en primera plana, y no era para menos. El Reverendo
Padre Martiniano del Corazón de Jesús Izquierdo, de ochenta y pico de años, fue
atacado con alevosía por un hombre de mediana edad, bien vestido, a plena luz
del día. Ocurrió a la salida del turno matutino del establecimiento
educacional, que el sacerdote regenteó por más de cuatro décadas. El
desconocido, sin mediar palabras, empuñando un antiguo puntero de madera, se
acercó al cura y comenzó a pegarle con el duro madero que blandía en su mano
izquierda.
Uno,
diez, cien golpes en la cabeza, hasta que el aturdido anciano cayó a tierra
bañado en sangre. Las personas que estaban cerca, la mayoría de ellas padres
que recogían a sus hijos del colegio, se abalanzaron sobre el golpeador y lo
inmovilizaron. No opuso resistencia y a los pocos minutos estaba en un calabozo
de la comisaría más cercana, en tanto que Izquierdo fue derivado en ambulancia
al hospital.
El
Fiscal de turno caratuló las actuaciones como “lesiones graves” y ordenó la
detención preventiva, su identificación y el envío de los antecedentes penales
del atacante.
El
informe médico llevó alivio a las autoridades eclesiásticas, porque indicaba
que los golpes causaron lesiones
superficiales en la cabeza del anciano. Después de los estudios
correspondientes, se estableció en una semana la recuperación del herido. El juez
de control cambió la carátula a “lesiones leves” y dispuso la libertad
condicional del agresor, Ramón Justo Carretaygoitía, sin antecedentes penales,
casado, tres hijos, y de profesión viajante de comercio. La resolución del
magistrado indicaba que la causa continuaría en el fuero penal, a cargo del
juez de sentencia Guido María Fleytas, que era un magistrado conocido por
su capacidad para impartir justicia.
Desde
el punto de vista periodístico, el incidente fue perdiendo interés. No
aparecieron aquellos comunicadores inquietos y observadores que conocen a fondo
su responsabilidad social, por lo que no hubo quien, más allá de la justicia,
pudiera establecer con certeza las razones del insólito ataque.
¿Por
qué agredir así a un anciano sacerdote y docente? ¿Por qué lo atacó con un
puntero de madera, símbolo de educación, de autoridad y buenas costumbres, que
empuñaba con la mano izquierda? ¿Fue su propósito quitarle la vida? ¿Intentó
robarle o fue una venganza, o un mensaje mafioso para la comunidad que el cura
representa? ¿O fue, en definitiva, en defensa propia?
El
juez de sentencia escuchó a numerosos testigos, a la víctima y tomó declaración
indagatoria al imputado. A los pocos días dispuso realizar la audiencia final
sin modificaciones en cuanto a la carátula de lesiones leves.
En
el estrado principal del juzgado se ubicó el magistrado y su secretaria H.N.B.,
que leyó las cuestiones técnicas y formales al abrirse la audiencia. A la
derecha del juez, el acusado y su defensor oficial. A la izquierda un abogado
representando a la querella. Y en los diversos bancos de la sala, muy poco
público, en su mayoría estudiantes de derecho y empleados de tribunales, además
de la esposa y los tres hijos del imputado. El sacerdote, víctima de la
golpiza, no acudió. En su declaración testimonial dijo que no conocía a su
agresor, que no tenía la menor idea por qué había sido atacado, y que esperaba
que cayera sobre él todo el peso de la ley. No había periodistas, ni siquiera
aquéllos que se ocupan de la crónica policial, tan rica en episodios donde la
conducta humana sorprende por insospechada.
Después
de ser identificado por sus datos personales, Carretaygoitía juró por Dios,
decir “la verdad, nada más que la verdad y toda la verdad”.
–
¿Conocía Ud. al sacerdote Izquierdo?, fue la primera pregunta del juez.
–Sí,
su Señoría.
–
¿Desde hacía mucho tiempo?
–Desde
hace más de cuarenta años, señor juez.
–En
qué circunstancias lo conoció, expláyese por favor.
–Fue
mi primer maestro en la escuela primaria de ese mismo colegio, donde hoy el
cura Izquierdo es rector emérito.
–Y
pese a su calificación de su “primer maestro”, usted, de buenas a primera va y
lo arremete brutalmente. ¿Por qué?
Se
produjo entonces un tenso y largo silencio. El imputado recorrió con la mirada
todos los rostros, deteniéndose un poco más en sus hijos y su esposa. Con voz
quebrada por la emoción contenida, reanudó su testimonio.
–Desde
mi conciencia, lo que hice fue en defensa propia.
–Continúe,
continúe, dijo el juez.
–Recuerdo
que el primer día de clases, el padre Martiniano tenía entre sus manos su
inseparable puntero de dura madera y vestía larga sotana negra con botones
hasta los pies. Parado sobre la elevada plataforma de madera, donde estaba
instalado el escritorio del maestro, aparecía como un gigante frente a
nosotros. Jamás volaba una mosca sin permiso del señor cura. Escribía notas en
el pizarrón y nosotros debíamos copiarlas en nuestros cuadernos. Cuando
estábamos en esa tarea él se paseaba golpeando levemente los pupitres con la
punta más fina del puntero, a veces haciendo tintinear los tinteros involcables
instalados en los escritorios. Así fueron los primeros días, palotes iban,
palotes venían. Como a las tres semanas, más o menos, todo un acontecimiento:
comenzaríamos a escribir las vocales. Una fiesta. El sacerdote las dibujaba en
el pizarrón, explicaba su fonética y pronunciación y cómo debía realizarse la
caligrafía. En los cuadernos copiábamos todo, abriendo nuestros corazones a la
fantasía porque estábamos empezando a escribir, ¡toda una hazaña! De repente,
el cura ordenó: “Fulanito, al pizarrón. Escriba la vocal e…, ¡muy bien!, ahora
en minúscula… ¡Excelente! “Pase Menganito…” Hasta que escuché mi nombre y
decidido pasé al frente muy tranquilo; ya sabía todas las vocales porque mi
madre me las había enseñado. Esperaba escuchar las felicitaciones del maestro
para congraciarme con mis compañeros. Pero ocurrió algo terrible que me cambió
la vida, señoría.
–Ramón
Justo, la letra u, mayúscula y minúscula. Al trabajo.
Tomé
la tiza y en el medio mismo del pizarrón tracé la vocal solicitada cuando, como
un verdadero trueno, me interrumpió la voz del sacerdote.
–
¡Irreverente, voto a Satanás! ¡Quién te ha enseñado a escribir con la mano
izquierda, desgraciado muchacho ignorante! ¿Acaso no te han dicho que los
zurdos se van derecho al infierno? ¡Ya mismo, escribe con la derecha, por amor
de Dios y no lo vuelvas a hacer más con la izquierda, porque ya sabes qué ocurrirá con tu alma maldita!!
Fue
el susto más grande de mi vida. Casi sin pensarlo y mucho menos dudarlo, tomé
la tiza con la derecha y sin problema alguno “dibujé” la u, mayúscula y
minúscula. Me fui a sentar a mi banco sin entender una sola de las palabras del
cura que seguía refunfuñando no sé qué cosas. Camino a mi casa me retumbaba en la
cabeza de niño la sentencia de que los zurdos se iban todos al infierno. Me
sentía culpable. Toda la culpa era mía por haber nacido zurdo, Señoría. El cura
tenía razón, yo era un desviado y merecía el castigo de Dios por violar
sagradas reglas que el sacerdote, santo inquisidor, hacia respetar sea como
fuere. Ni a mi madre le conté lo ocurrido. Guardé para mí el vejamen, que por
cierto, continuó. Por ejemplo, tenía habilidad para jugar al fútbol tanto que
el profesor de gimnasia me había puesto en el equipo titular como delantero,
por la punta izquierda. En uno de los partidos de práctica vi que por detrás de
uno de los arcos pasaba, leyendo la Biblia, mi maestro de grado, justo en el
momento que yo marcaba un lindo gol. A la práctica siguiente, sin explicación
alguna, el profesor me dijo que tenía que ir al arco y puso de puntero
izquierdo a un derecho nato y bastante “tronco” para el fútbol.
El
aula, para mí, era el infierno. Todo el día el puntero, y por detrás de él, el
señor cura que, cuando pasaba a mi lado me golpeaba los nudillos de la mano
izquierda con el extremo del puntero y reiteraba como en una letanía: “Con esta
no, mi amigo, con esta no”.
Desde
entonces, señor juez, mi vida cambió. Por gracia de Dios soy zurdo para todo,
menos para escribir y lo tengo que hacer con la mano derecha para no irme al
infierno. Y este temor al averno tan odiado me hizo perder muchas cosas que ya
no puedo recuperar, como mi niñez. Le doy un ejemplo para no extenderme. Desde
niño, el sueño de toda mi vida fue estudiar arquitectura. No pude hacerlo
justamente porque no escribo, dibujo las letras, y mi caligrafía, usted ha comprobado es ilegible. Por eso digo
que lo ocurrido fue en defensa propia. Me decidí a hacerlo después que el Papa
confirmó que el infierno, en los términos que se conocían hasta ahora, no
existe. Pero yo sí conocí este infierno en el que me sumió mi maestro cura de
primer grado. Tuve que actuar en defensa propia de aquel inocente niño que era
yo. La sociedad de entonces no pudo defenderme por el oscurantismo cómplice;
todo está hecho para los diestros.
Ahora, también me condenarán. Si en algo puede atemperarse la pena, su
Señoría, permítame que le diga, porque estoy bajo juramento, no fue mi
propósito quitarle la vida. Fue un castigo mínimo, una suerte de ojo por ojo
modesto, si lo comparamos con el daño que él sí me infirió. Por eso deseo que
continúe vivo y que se entere por este juicio y su fallo, de los argumentos que
me llevaron a golpearlo con el símbolo de su bestial autoridad ante niños indefensos.
Ojalá tenga conciencia todavía como para darse cuenta del daño que causó. Yo,
que sigo creyendo en Dios, espero que no existan otros niños, zurdos o no, que
caigan en las manos de quien no merece llevar hábitos ni estar en el seno de la
Iglesia Católica. Es todo, señor juez.
En
la sala se hizo un profundo silencio. Todos se miraban entre sí, analizando los
argumentos del victimario. El juez ordenó un cuarto intermedio de una hora para
hacer conocer la sentencia.
“Antes
de la lectura de la sentencia, algunas precisiones que me parece oportuno poner
de relieve”, señaló el magistrado al reanudarse la audiencia. “Nadie puede
hacer justicia por mano propia porque vivimos en un Estado de derecho; hay que
respetar la ley. En este caso en particular puede encontrarse con mucha
facilidad argumentos atenuantes, he
tratado de valorizarlos hasta donde la ley me permite. Pero hay un delito, hay
una víctima de ese delito y un culpable confeso y en mi fallo no hice otra cosa
que ajustarme a derecho”- dijo el juez.
La
secretaria leyó la sentencia: “Declarar a Ramón Justo Carretaygoitía, ya
filiado, culpable del delito de lesiones leves y, por ello, imponerle la pena
de seis meses de prisión, en suspenso. Además, deberá cumplir obligatoriamente
un trabajo social como ordenanza en un hospital público de la ciudad de Córdoba
durante seis meses, cuatro horas por día, cinco veces por semana, a partir del
lunes siguiente. Incluye la limpieza de todos los baños del establecimiento que
la autoridad de aplicación determine, sin recibir por ello retribución
monetaria alguna. Teniendo en cuenta el relato del condenado, y frente a la
posible comisión de algún otro delito cuando era un niño, doy traslado de estas
actuaciones al Tribunal Superior de Justicia solicitando las haga conocer al
Ministerio de Educación de la Provincia y al Arzobispado de Córdoba, a sus
efectos. Protocolícese, hágase saber y dese copia. Firmado Dr. Guido María
Fleytas, juez, Dra. H.N.B., secretaria”.
No
bien concluida la lectura de la sentencia, el juez se quitó la toga y los anteojos, bajó del
estrado y estrechó en un prolongado abrazo al condenado.
Nota del autor: Estos
son algunos de los zurdos más famosos de la historia: Julio César, Leonardo Da
Vinci, Bill Gates, Nicole Kidman, John F. Kennedy, Charly García, Jimi Hendrix
y Charles Chaplin.
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