Laura Moreno
Nació en Córdoba
Capital. Es docente en actividad y escritora de textos poéticos y narraciones
breves. En 2006 ganó el primer premio del XXII Certamen de Poesía al Mar de
Conil de la Frontera, España. En 2009 fue una de los 10 finalistas en el
certamen de Cuentos 40 Aniversario del
Cordobazo en la ciudad de Córdoba, con el cuento “El viaje” publicado en la
antología de Cuentos cortos del Cordobazo por la imprenta de Filosofía y
Humanidades.
Participó en antologías de autores cordobeses.
Su primera obra individual, Bisagras y escenas finales, es un libro de cuentos en los que mixtura lo policial, lo terrorífico, lo costumbrista, la leyenda rural familiar.
Actualmente forma parte del colectivo poético-narrativo Aerolástico, integrado por escritores y artistas plásticos que recorren la provincia participando en lecturas, talleres y cafés literarios.
mail: lauram320@hotmail.com
Participó en antologías de autores cordobeses.
Su primera obra individual, Bisagras y escenas finales, es un libro de cuentos en los que mixtura lo policial, lo terrorífico, lo costumbrista, la leyenda rural familiar.
Actualmente forma parte del colectivo poético-narrativo Aerolástico, integrado por escritores y artistas plásticos que recorren la provincia participando en lecturas, talleres y cafés literarios.
mail: lauram320@hotmail.com
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Del
libro Bisagras y escenas finales
Cuentos. Lago Editora - Córdoba,
Argentina, 2016.
El fiscal es el árbol
Cerca de la entrada sur del Palacio de Justicia baja
Ferrucho, el reo del juicio más importante de la semana. Como puede se arrastra
fuera de la Van, entre los empujones de los guardias que se ríen. Al cruzar la
entrada cae semidesvanecido.
–No, el vértigo es un síndrome. Usted lo que tiene es
un cagazo padre –le dijo un médico viejo en la alcaidía.
La sala séptima está repleta, todo fue organizado con
la precisión de los ritos que se repiten. Cada actor ocupa su lugar. Los
familiares, testigos y observadores esperan el desarrollo de los
acontecimientos. Las miradas convergen hacia el banquillo del acusado. La
ceremonia comienza.
Ferrucho está atrapado en una telaraña. Siente la
viscosidad del aire alrededor suyo. El jurado es esa mirada múltiple que va a
devorarlo. Escucha con resignación los argumentos que lo envuelven más y más.
Admira al fiscal. La presentación de cada testimonio,
la mirada áspera que proviene de una vida de batallas ganadas, el traje
impecable. Pero algo no está definido, lo metálico del hombre, lo inmutable,
parece frágil como una muralla con huecos de ventilación, donde puede colarse
una granada. Hay algo en la figura del fiscal que no encaja. Tiene una pelusa
de algodón entre los omóplatos, en un lugar donde no puede ser alcanzada.
¿Qué es una pelusa? Nada, frente al poder de ese
hombre, pero ahí está, esa mota blanca y notable en la oscuridad de la espalda
capaz de desafiar al hombre poderoso del recinto.
El acusado frunce el ceño, confundido por la mota de
algodón. No le presta atención al testigo que se siente seguro de lo que oyó y
vio. Él, que conocía a la víctima, que la seguía con la mirada; él, que creía
ver en su sonrisa una invitación; él, que se obsesionó, profanó, mató y huyó.
Él, que impune, se atreve a burlase del acusado, presentándose como testigo. El
que preparó la representación y de repetirla tantas veces, la convirtió en su
verdad.
De pronto, Ferrucho sonríe. El testigo lo ve, por eso
deja de hablar. Y se pregunta cómo puede sonreír en un momento como éste, ¿ no
se da cuenta de su situación? Las
comisuras de los labios se le estiran hacia abajo en un gesto de desprecio,
casi de furia. Los ojos se le empequeñecen, levanta el mentón y se retira hacia
atrás en el asiento.
El fiscal nota el quiebre momentáneo del testigo. Otra
vez, la segunda, en veinte años. Tiene un presentimiento: algo saldrá mal.
Ferrucho dejó de sonreír, parece estar en calma. El
fiscal gira la cabeza buscando la causa del silencio a su alrededor y descubre
que el acusado ha cambiado de actitud. Presiente que si no logra retomar el
control en el juicio el resultado no va a ser el que espera.
El acusado, entretanto, piensa en la pelusa de algodón
como un clavel del aire de los que abundan en los parques, viviendo gracias a
los árboles que parasita. Ha visto cómo los destruye poco a poco, cómo seca sus
ramas hasta ahogarlos. Tal como la mota prendida al traje, a expensas del
dueño, un hombre tan poderoso. El fiscal es el árbol.
Ferrucho entrecruza los dedos y vuelve a sonreír. Un
enorme deseo explota en su interior.
La espalda del fiscal es un
imán. La mota de algodón sigue prendida a su saco, como una garrapata blanda,
pero parece haber crecido un poco. Y desafía a quien la mire.
Ferrucho quiere convertirse en esa pelusa y salvarse
de la telaraña. Odia el papel de mosca. El juzgado ya no es real, está viendo
una obra de teatro. La sala donde lo
juzgan es el escenario. Todos saben su parlamento menos él. El juez es la araña. El público de la
sala mira la escena.
El último jurado de la izquierda habla con el hombre
de al lado, el de anteojos. Un hilo de sudor desciende por su cuello y la
frente le brilla. Ambos miran al fiscal, como queriendo adivinar algo. El
tercer jurado junto a ellos, se sorprende ante el murmullo que percibe, los
mira sobresaltado y luego clava los ojos en el acusado. El fiscal percibe las
señales.
El acusado se acomoda en su asiento para ver mejor la
mota de algodón en aquella espalda y tiene ganas de reírse a carcajadas. Sabe
que sería perjudicial si lo hiciera, pero está a punto de estallar de cualquier
forma. La pelusa lo llama y él está convencido de que hasta lo más pequeño
puede superar un gran poder. “Todos tienen sus debilidades”, le parece escuchar
aún las palabras de su abogado.
El testigo que lo hundía ahora parece inseguro. Su
testimonio está plagado de imprecisiones. Más presiona el fiscal, más inciertas
son sus declaraciones. Se le extrañó la mirada, parece ver más allá de las
paredes. Entre el jurado de la segunda línea, una mujer de cabello rojo como la
víctima, lo observa con insistencia y él lo ha notado.
–No más preguntas Señor Juez.
El testigo respira aliviado, se levanta y escapa de la
sala.
El fiscal evalúa la situación. La duda se ha instalado
entre los jurados. Hay cabeceos hacia los costados, sobre todo el último jurado
de la izquierda en la fila superior que lo mira con insistencia, como si
quisiera decirle algo.
Pide un cuarto intermedio. Al volver, Ferrucho
declara.
Sube al estrado, esposado. Un guardia lo lleva del
antebrazo. Se sienta con tranquilidad y responde a las primeras preguntas.
Niega haber participado. Lo mira en forma directa.
El fiscal tiene la frente casi cortada en tres partes
por dos arrugas grandes como la falla de San Andrés. Está a punto de dejar de
lado su habitual sangre fría para ahorcar al sinvergüenza que niega los hechos.
Le da la espalda para buscar entre los papeles las fotos de la mujer asesinada
y el informe del forense.
Ferrucho comprueba que la mota de algodón sigue ahí,
agazapada, como si estuviera lista para saltar. Ha crecido unos centímetros y
en la redondez superior brillan dos ojitos malignos.
Potro negro
Trepaba
una de las últimas cuestas con sus perseguidores cada vez más cerca. El potro
negro galopaba por la sierra con el viento zumbándole en las orejas. La sangre
fluía lenta por el brazo del hombre que cargaba en su recorrido hacia el suelo.
El rastro rojo lo perdía. En cada recodo la cabeza bamboleaba hacia atrás y
adelante, parecía perder el sentido pero con esfuerzo apenas lograba
mantenerse. El ruido de los cascos se perdía en las laderas, multiplicado en el
eco. Algunos pájaros miraban, entiesados en sus ramas. Otros, huían en desbande
hacia los montes altos.
El
potro era oscuro como una noche de invierno. Corría para proteger al hombre
medio muerto que llevaba, el último de los calchines, el que había sobrevivido
a las enfermedades, al hambre y a la locura de la soledad. Entró en el valle
cuando ya anochecía. Cruzó los zarzales para internarse en la corriente del
río, con cuidado. Una vez que el agua le llegó a los ijares, se inclinó y dejó
caer el cadáver del hombre que se había ido muriendo sin un resuello. Vio cómo
se alejaba con la corriente aquel que fuera su mejor amigo, y tal vez
presintiendo que se acercaba su propio final, se despidió con un movimiento de
los belfos en la superficie.
Regresó
por el mismo camino. Cruzó los zarzales y olisqueó hacia la nube de polvo que
levantaban sus perseguidores. Luego se precipitó a su encuentro.
Varios
jinetes, con las lanzas dispuestas, lo rodearon. El griterío era abrumador y
hubiera espantado a cualquiera, pero el potro no se arredró, les hizo frente.
Un ulular incesante lo aturdió, giró sobre sí mismo repetidas veces y trató de
sobreponerse al ataque, pero lo superaban en número y ferocidad. Se cerraron
sobre él con saña, cuando recibió el tercer lanzazo, en el suelo, ya estaba
muerto. En su caída arrastró a un hombre y aplastó a otro con su lomo.
Uno
de sus atacantes, impresionado por el coraje del potro negro, plasmó la escena,
poco después, en una de las cuevas que albergaba a su tribu.
Pasó el tiempo.
La
noticia de la antigüedad de la cueva se había dado a conocer en todos los
medios de difusión y muchos turistas llegaban al pueblo a diario.
Algo
inexplicable molestaba a Pedro Kanki el día que decidió ir.
Los
turistas que observaban las pinturas, le cubrían la visual. Esperó. Al quedarse
solo el silencio lo inquietó, aunque no más que las imágenes del cielorraso y
las paredes de la excavación. Los murales lo sorprendieron, pero hubo uno que
lo dejó alelado. En la pared occidental descubrió la imagen de un magnífico
potro que luchaba por su vida, rodeado por una turba con sus lanzas,
encarnizados, arrinconándolo y manteniéndolo vivo para siempre.
Kanki
se sumergió de pronto en una bruma oscura. Se veía a sí mismo herido, a galope
tendido, no lejos de donde se encontraba en ese momento. Se abrazaba al cuello
del animal y le susurraba que corriera, en un antiguo dialecto. Con el agua
helada del río en la espalda pudo, al fin, despedirse del potro.
El
guía, extrañado por su inmovilidad, lo tocó en el hombro por tercera vez para
advertirle que era hora de irse.
La camioneta
está aquí
Antes de la guerra yo era feliz. Aunque me llevaba
materias todos los años, tenía amigos, novia y una madre que me reclamaba todos
los días que no gastara lo que ganaba en salidas. Todo estaba bien para mí. Por
el sorteo, me tocó hacer la colimba en el Ejército, Comando de La Calera.
Ayer, cuando le llevé el mate al
oficial en su oficina, escuché que hablaba con alguien. Esperé con la mano en
el aire sin decidirme a golpear la puerta, tal vez valiera la pena saber por
qué hablaban de nosotros. El suboficial le preguntó qué novedades había del
comando, el otro le contestó: –tengo la orden por escrito, mañana hay selección
y embarque de cincuenta, la semana que viene irá el resto disponible.
Me quedé helado. Sabía que llegaría el
día de ir a combatir, pero en el fondo tenía la esperanza de que todo fuera un
error y se solucionara antes. Respiré con dificultad. El mate se enfriaba
mientras oía las instrucciones.
–Los dragoneantes van todos, menos
Zenáglez. A ese lo necesito acá. Mandá los maricones que nos dieron trabajo
cuando entraron, y los más fuertes. Cuando los tengas listos que los recojan y
los lleven. El Hércules sale a las nueve. Sin reclamos. A los padres les
avisamos la semana que viene. No quiero problemas.
Apenas tengo tiempo. Espero que salgan
todos y me cambio la chaquetilla por una más vieja, que guarda mi compañero de
litera en el armario. Me queda enorme. José Luis tiene mi edad pero me lleva
veinte centímetros, es el más alto. Ojalá resulte.
La camioneta está aquí.
Salgo por la puerta de la cuadra,
llego último a la formación y tropiezo con un compañero. El suboficial está
descontento, mira a todos con odio, está irreconocible. Saca una lista y
empieza a nombrar a los soldados que se separan de la fila y forman junto a la
camioneta, de dos en dos.
Nombra a los dragoneantes, todos menos
uno, y los sonsos, contentos. No lo puedo creer. Después sigue la lectura. Mis
piernas tiemblan, apenas puedo mantenerme de pie. Dice los apellidos del que
está al lado mío, del que tengo adelante, del que forma atrás, entre otros. En
un momento miro alrededor, estoy solo. No me nombra, todavía. Me castañetean
los dientes mientras llevo la cuenta. Son cuarenta y nueve. Quedamos alrededor
de veinte en la formación.
El suboficial principal lee mi
apellido, García. Un compañero y yo nos miramos. El día que nos presentamos en
el batallón ocurrió lo mismo. Esta vez yo no pregunté “¿qué García?”; tampoco
nos reímos. Él decide apartarse de nuestra fila y unirse a los otros pibes
listos para subirse a la camioneta.
Los elegidos parten con una sonrisa.
Los restantes volvemos a la cuadra en silencio.
Negra noche en Costasacate
El río Costasacate no atrae mucho a los turistas. Las
playas de arena son escasas porque el río corre por un cañadón antiguo con
laderas que caen a pico en algunos recodos cercanos al pueblo, abunda la paja
brava y el fondo del río es lodoso. Cerca del puente, los vecinos del pueblo han instalado dos
asadores y tratan de mantener los yuyos a raya, pero en aquella época de los
hechos que son dignos de mención, sentían temor y no desmalezaban como hubieran
debido. Los peones de la zona no se le acercaban tampoco. Por las noches era
peligroso quedarse en el balneario. Cada tanto, alguien de la zona con cara de
desesperado contaba un nuevo infortunio: la Lechiguana volvía a manifestarse.
Entre los creyentes de los alrededores, era fácil que la bruja consiguiera cierta
rendición de conciencia, pero con los de afuera no pasaba lo mismo. Y no era
raro que los más jóvenes se rieran cuando alguien les advertía sobre las ánimas
del nidal.
–Es así, nomás –rezongaba un paisano viejo– no hay
nada peor que los mocosos atrevidos. Si quieren, que se queden, ojalá que la
doña les dé un susto para que guarden y repartan –decía mientras se santiguaba.
Luego apuraba el caballo y dejaba a los visitantes solos para que enfrenten su
destino.
Entre chistes y risas, trago y bocado, llegaba la
noche en un ambiente tranquilo hasta que un grito prolongado de mujer los
enmudecía. Después, el silencio y la oscuridad. Esperaban el segundo grito, que
no se hacía esperar, esta vez más cerca, desde el puente. De presentirla nomás,
se despelucaban. Cuando reaccionaban era para correr desesperados chocándose
unos con otros, sin vía de escape. La única forma era volver al pueblo por el
camino principal, pero la Lechiguana parada en el medio del puente bramaba como
un toro desalentando esa idea.
Al día siguiente, cuando el sol dispersaba las
sombras, quedaban algunas cosas abandonadas que sus dueños nunca buscarían.
Enterado poco después, el sacerdote de Costasacate rezaba un avemaría
lamentándose por los imprudentes. Con espíritu científico tomaba nota de las
nuevas desapariciones, el hallazgo de las pertenencias, últimas personas que
los vieron con vida y demás circunstancias atinentes al suceso. Finalmente
dibujaba una marca en el dintel del portal, por cada muerto, aunque había
algunos que salvaron el pellejo por pura suerte.
¡Si lo sabrá el Ture! Hace veinte años que mantiene
intacto el recuerdo de la lechiguana. Al recordarla con sus amigos en el bar
siente que se exorciza.
Cuando Adolfo Turelo era más joven, recorría los
pueblos de la zona en el utilitario de su patrón, un rastrojero modelo 70 con
caja de madera y motor Indenor. Trabajaba como repartidor de galletitas dulces.
Al terminar el recorrido volvía a Costasacate a buscar a los amigos y juntos
daban una vuelta por el pueblo en el rastrojero. Pasaban a comprar la bebida,
la carne y el carbón para el asado a orillas del río mientras escuchaban un
casette de Jorge Cafrune. No iban lejos de las últimas casas, pero se notaba la
soledad, que era todo lo que buscaban para sentirse a sus anchas. A cierta
hora, levantaban el gallo y volvían al pueblo.
Pero una noche el Ture dejó de lado toda previsión. El
patrón le pagó el doble por las altas ventas, y también como soborno para que
se deshiciera de dos sacos llenos de mercadería vencida.
Con el bolsillo lleno, el rastrojero a disposición y
dos amigos que no le fallaban nunca, enfiló hacia el puente del Costasacate.
La noche
transcurrió como siempre, hasta que uno de los amigos sugirió ahuecar los sacos
de mercadería. Diciendo y haciendo, los descargaron del rastrojero y vaciaron
el primero, entre bromas y risotadas, en el río. Cuando ya iban por la mitad
del segundo, sintieron un viento helado en la nuca y se detuvieron en seco,
dándose cuenta que ya era pasada la medianoche. No se escuchaba nada, salvo el
sonido del agua.
El Ture corrió hasta el rastrojero y metió medio
cuerpo adentro, buscando algo bajo el asiento. De allí sacó un 38 La oscuridad
era más profunda que una hora atrás, y los rodeaba. Desde la zona del puente
comenzó un grito largo. Las piernas arrancaron vuelo sin darle aviso al cerebro,
eran tres liebres en estampida hacia la única salida posible. Tal vez la
juventud le haya servido al Ture para distanciarse de la muerte, que se
apareció sobre el puente con su enorme figura.
Ya en dirección al pueblo y más enojado consigo mismo
por espantarse que por otra cosa, le apuntó al bulto negro y disparó dos veces.
Ojalá no lo hubiera hecho. Esa furia gigantesca se puso en movimiento y
descontó la distancia que había entre ellos. Corrieron desesperados hacia las
casas más cercanas.
Al escuchar los tiros, la gente de la calle ancha se
asomó para verque pasaba. Al enterarse que los corría la lechiguana cerraron
los postigos dejándolos solos. Nadie la vio pero la oyeron. Hasta el padre
Ponce, que estaba a punto de irse a dormir. Vio las caras de susto de los tres
que corría hacia él, al grito de “¡ahí viene la Lechiguana!”.
Eso bastó para que el cura saliera chancleteando en
pantuflas por las calles de tierra rumbo al río. Cuando la gente vio que se iba
sólo a enfrentar aquella pesadilla, dejaron de lado el miedo y salieron.
Llegaron cerca del puente, muy juntos y rodearon al cura. Lo que pudieron ver
los de adelante fue un pájaro negro sobre el puente. Era horrible, sus ojos
lagrimeaban. Lanzó un grito lastimero en dirección al grupo y abrió las alas.
Fue entonces que el padre Ponce dijo aquellas palabras que lo hicieron famoso:
“vaya a descansar entre los muertos, que no tiene lugar entre los vivos”. El
bicho levantó vuelo y ya no se supo más de él.
Tiempo después los amigos del Ture
se fueron a vivir a otros pagos tratando de olvidar lo vivido pero sin lograrlo
del todo.
El único que ganó con todo esto fue el dueño del bar,
don Tomba. Desde que el Ture adoptó la mesa cerca de la ventana como su segundo
hogar, aumentó la concurrencia. ¡Cómo agradecerle a doña Lechiguana sin
alborotarle el nido!
Eso sí, algunos en el pueblo enciende una vela cada
noche a San Miguel mientras desean que el diablo retenga a la bruja en su
salamanca hasta el fin de los tiempos.
El padre Ponce se siente satisfecho cuando ve pasar visitantes para
disfrutar la noche junto al río. Las marcas en el dintel de la puerta principal
del templo siguen siendo las mismas, aunque desgastadas con el tiempo.
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