Eugenia Almeida


(1972) Narradora y poeta, coordina talleres de lectura, conduce un programa de radio y escribe reseñas y nota para La Voz. Ha publicado las novelas El colectivo, La pieza del fondo y La tensión en el umbral. También, el poema largo Boca de tormenta. Con su primera novela, ganó el premio internacional de novela Dos Orillas. 

Lluvia de fuego: un cuento de navidad

El dolor de espalda es insoportable. Insoportable, insoportable, insoportable, insoportable. Ella muerde la palabra rezando un rosario de rabia. Primero la sorpresa, después el malestar, después la desesperación, ahora la rabia. Un cuerpo que la sostiene con trabajo.
Afuera se oyen bocinas. El departamento tiene un resplandor que la ciega. Hay humo, en alguna parte de la ciudad una columna de humo busca escapar del infierno. Bocinas, frenadas, puertas que se golpean con esa violencia que sólo brota en diciembre.
Ella cierra la ventana y apoya el cuerpo contra el marco de la puerta. El corpiño le molesta bajo el brazo, pero hace demasiado calor para armar el gesto de quitárselo.
La heladera suelta el ruido de una carreta que se desarma. Lucha contra los 43 grados que acaban de anunciar. La radio portátil sobre la mesada, ella en ropa interior, de pie, mirando los azulejos mientras reza, promete, hace todo lo que puede conjurar el dolor.
Va hasta el baño. Abre la canilla. Deja correr el agua y hunde ahí la toalla de mano. Prepara sus brazos para retorcerla y una víbora de hierro se tensa en su espalda, otra vez. Se apoya la toalla empapada en la cabeza, manotea en el aire hasta que encuentra una silla plegable y la arrima a la mesada sin agacharse. Con un pie acerca el ventilador que está en el piso. Se ríe. Apenas, como si fuera un golpe de tos que no puede contener, un estornudo que es risa. Se ríe de lo que ha pensado: ahora falta que me electrocute, toda mojada moviendo el ventilador con los pies. Se ríe y deja flotar la idea que viene justo después: ¿los muertos tendrán calor? Los muertos no se duelen, dice en voz baja.
La toalla sobre el pecho, el ventilador directo al cuerpo, algo que comienza a aflojarse, algo parecido a un alivio precario e independiente de nuestros gestos: una nube que tapa el sol en el desierto; lo único que sabemos de ella es que no va a estar ahí para siempre.
Suelta la toalla para incorporarse y poner la pava sobre la hornalla. El fuego la ahuyenta pero el mate es indispensable. Apagar eso que hay dentro. Hambre. Hambre. Conoce bien el nombre. Hambre.
La radio portátil suelta una música que machaca hasta que la voz chata del locutor anuncia que el presidente se encuentra en la provincia, en un campo de golf, en unas breves vacaciones. Ella hace un gesto de asco y se quita de la boca una hebra de tabaco. Tabaco armado, mate, toalla húmeda sobre el cuerpo, 48 años. Todo eso junto, mientras afuera suenan los bombos de manifestaciones que llegaron demasiado tarde. Tarde. Las palabras se quedan ahí, sobre el piso, sólo pueden ser repetidas, tan pesadas como sus piernas. Piernas cruzadas por una estría que se ha vuelto molestamente visible. Parece una luz tóxica en medio de la piel. Bombos, explosión, locutor, marcha, paro, piquete, palo, bala, carro, arrastre, sangre, golpe. Eso, todo eso, pasa del otro lado del vidrio. Cada día, todos los días. En esta ciudad, “infierno” se dice “diciembre”.
Sobre la cama está el diario. La parte que robó en el bar. Quizás el dolor viene de tanto inclinarse a mirar esas letras mínimas. Nada, nada, nada. Sólo un aviso que dice “Promotoras temporada Navidad”. Ahí es donde apuntará el último gesto. Ahí. Mañana a la mañana.
II
La madrugada se abre con 30 grados. La noche ha servido sólo para esconder el agobio. Ella mira el fondo de la calle queriendo ver el colectivo. De la vereda de enfrente se cruza la chica que reparte pizzas los fines de semana. Se saludan con un cabeceo. Alguna vez han intercambiado dinero, comida, sonrisas, una mirada breve que significaba algo pero que ninguna de las dos supo nombrar. La chica lleva un bolso de montaña. Debe tener un atril ahí. Algo presiona la tela de avión queriendo escaparse. La correa le cruza la espalda, como un monje oriental. Se miran. Apenas.
Cuando el colectivo abre la puerta, la chica hace el gesto de invitarla a que pase primero. Ella acepta, con algo de incomodidad. No hay asientos libres. La chica se va al fondo y se apoya contra el caño. Parece que tuviera un animalito, en el bolso. Pero no. Quizás.
La espalda se resiente en los arranques y las frenadas. Los cuerpos extraños se golpean y se murmura una disculpa. Nadie tiene fuerzas para quejarse o levantar la voz. La avenida está cortada y el colectivo se desvía. Un tipo de camisa putea por lo bajo, rezonga, repite el discurso ajeno. Mira desde la ventanilla, suelta odio a esos que son el exacto espejo de sí mismo. Alguien acaba de fumar. Se siente ese perfume rancio y turbio flotando en el aire. Ella vuelve a mirar a la chica. La chica la mira un segundo pero no le sonríe.
Cuando llegan al Centro, ella se acerca a la puerta. Trata de llegar al timbre antes de que la plaza quede atrás. No puede estirarse, no puede alzar los brazos, no puede estar derecha, la furia vuelve a crecer, a hacerse enorme, a hacerse todo. La chica se acerca.
–¿Acá bajás?
Ella asiente con la cabeza. Le ha dado vergüenza. Quizás el que sea tan evidente que está dolorida.
La chica aprieta el timbre. El colectivo frena, ella se baja y apenas pone el pie en el piso, se da vuelta. Ahora sí, la chica le sonríe.

III

–¿Qué pusiste en el aviso?
–“Promotoras”, me dijiste.
–Sos un boludazo. Por eso están todas esas.
Desde la ventana del primer piso, la mano recorre la fila de chicas en serie. Una igual a otra. Puperas, pantalones ajustados, brazos delgadísimos, dientes blancos.
–Promotoras era para el otro local. ¿Pusiste “mayor de edad”, por lo menos?
–Era más caro.
–Si no fueras mi hermano, te llevaba a patadones hasta Buenos Aires. ¿Y ahora de dónde sacamos a Papá Noel?
El que protestó hace un gesto ofuscado, se toca el pelo, se muerde el labio, alza el cuerpo y sale del escritorio. El otro lo sigue por detrás. Una coreografía que repiten desde que eran niños. Uno manda, el otro muere por complacer y, curiosamente, siempre se equivoca.
Ella está en la cola, cerca de la puerta de vidrio. Ha pensado en irse. Todas las otras tienen 20 o 30 años menos. Todas son perfectas, jóvenes, livianas. Ha pensado en irse porque está a la vista que ese no es lugar para ella, que van a humillarla, que van a hacerle pagar el precio de necesitar. Ha pensado en irse pero la espalda la obliga a quedarse un rato más. Mover su propio cuerpo parece la tarea más difícil.
–¡Traela a la señora! –grita el que va primero.
Ella se da vuelta a mirar pero ya sabe que, ahí, la única que puede entrar en esa categoría es ella.
Las chicas zapatean, una escupe un chicle, otra resopla.
El hermano menor recorre la fila y le da las indicaciones para ir al otro local. Tiene cierto apuro por volver dentro, por escuchar qué le va a decir Ramiro a esa vieja.
Los ve detrás del vidrio. Quiere escucharlos pero las chicas preguntan una cosa atrás de otra. Cuando finalmente termina, ve cómo Ramiro pone el disfraz de Papá Noel sobre el escritorio. Ve cómo la mujer asiente con la cabeza. Dice algo. Ramiro mete la mano en el bolsillo del pantalón y saca un atado de billetes. Separa dos con la cara de Eva Perón y los estira. Ella sale del local abrazada a la bolsa y en la esquina se mete en la farmacia. Los 200 pesos compran lo más fuerte que se puede pagar con ese dinero.

IV

Una semana de campanear por la peatonal, de hacer voz grave, de aguantar la barba y el bigote. Una semana de desesperación en ese traje de felpa bajo el sol de diciembre. Los chicos que le tironean un pantalón que le queda demasiado grande, que gritan, que piden, que lloran. El cuerpo anestesiado por las capas de ropa que se ha puesto para dar con la silueta de Papá Noel. Eso es bueno. Quizás haya sido el excesivo calor pero el dolor ha cedido. A veces la muerde, de fondo. Pero ya está en retirada. Las capas de tela hacen que el impacto de los niños contra su cuerpo también esté amortizado. O quizás el dolor y las molestias están desapareciendo porque hoy es 24 y esto termina en dos horas y termina con algunos billetes y hoy va a poder ducharse y quedarse en ropa interior y asomarse a la ventana a ver las luces en el cielo y oír la radio en la oscuridad y comer algo rico. Y tomar sidra helada. Los pies descalzos en el piso fresco, el ventilador, la sidra helada. Un paraíso.
Tiene 10 minutos de descanso. Si hay suerte, le alcanzan para fumar un cigarrillo mientras corre al shopping de la otra cuadra. Baño y aire acondicionado. Calcula el tiempo como una velocista porque los dueños del local le han advertido que no puede fumar ahí. ¿Se imagina ver a Papá Noel fumando?, dice el más grande. Ella le encuentra cierta lógica. Y además, se siente un producto inflamable. Si le cae una chispa en la ropa no va a haber quién la salve.
Al entrar al shopping ve a la chica que reparte pizzas, con el mismo bolso de la otra vez, bajando por las escaleras mecánicas. Levanta la mano para saludarla y la chica la mira. El gesto es de extrañeza. Ella entiende y se sonríe, bajo la barba. Pero algo debe de haber reconocido, porque ahora la chica hace un gesto teatral, como si señalara a la primera actriz que sale a recibir los aplausos. Ella se inclina muy suavemente y las miradas se pierden.
Cuando está volviendo al local se oye un estruendo, una corrida, alguien grita “ladrón, ladrón” y de todos lados y de ninguno aparecen brazos, manos, puños dispuestos a perseguir y golpear. Ella se pega a la pared para que no la atropelle la turba que abre una cacería sin datos. Desde ahí ve el umbral de una casa antigua. Escondida, la chica. Se miran. Hay algo ahí que se hace claro. Alguien casi atropella a Papá Noel, que cruza la calle sin mirar. La chica duda entre correr y esperar.
–¿Qué pasó?
–Nada.
–Dale.
La chica hace un movimiento brusco que la expone. Quiere esconder lo que tiene en el bolso.
–¿Qué hay ahí?
–Nada.
–Dale, ¿no ves que te buscan a vos? Yo te lo guardo.
La chica mueve la cabeza para decir que no. Ella hace un gesto rápido y cuando su mano roza el bolso siente un golpe de frío. La chica mira el piso. Se sorprende cuando ve cómo esa mujer se levanta el saco rojo y empieza a tironear hasta sacar una sábana. El volumen del cuerpo se desinfla. La chica abre el cierre, ella tapa el gesto con su cuerpo, la chica saca del bolso una escopeta recortada. La envuelven en la sábana y ella vuelve a meter ese bollo de tela bajo el saco. Se aleja sin decir nada. Revive la risa de hace unos días, cuando pensó que corría riesgo de electrocutarse. Ahora piensa: a ver si esta cosa se dispara y me vuela media cara. En la peatonal algunos miran a ese Papá Noel algo extraño que tiene algo puntudo presionando bajo su disfraz.
El día termina enseguida, antes de lo previsto. Le pide a uno de los dueños si no hay una bolsa o una caja vacía, se apura a inventar la mentira que evitará las preguntas: mi sobrinita quiere una muñeca y yo ya la tengo, pero quiero ponérsela en un paquetito especial bajo el árbol y pensé entonces que ustedes seguro tendrían algo que me sirva...”
El hermano mayor corta el discurso con un gesto seco: “Llevate la bolsa del disfraz. Total, hasta el año que viene no la necesitamos.” Ella va al baño, toma el envoltorio de la escopeta y lo mete en la bolsa roja con cascabeles. Se mira al espejo antes de salir. Afuera, el mayor de los hermanos le da su dinero. Cuando casi ha salido oye que la llaman. Una caja con turrón, budín y una sidra. Pasa un segundo de zozobra pensando cómo va a acomodar eso junto a la escopeta pero ya nadie la mira, ya ha salido del conjunto de cosas que existen para los dueños del local. La noche empieza bien.

V

Ya se ven las primeras luces en el cielo del barrio. Un globo de papel se incendia y cae una lluvia de fuego sobre la vereda de enfrente. La ventana trae un aire limpio. Algo, algo, algo, algo se ha destrabado. Quizás tiene razón, piensa ella, los que están celebrando hoy. El nacimiento de un dios. Ella tiene un dios pequeño, minúsculo, cotidiano. Un dios que ha inventado el frío. Ella saca la sidra del congelador y se la apoya en la frente. Algo, algo, algo, algo se alivia. La alegría debe de ser un sinónimo de lo liviano.
Le ha parecido oír un ruido pero en una noche como esta todos los ruidos son ajenos. Se levanta de la silla para bajar la radio. Ahí está, otra vez. Alguien toca la puerta.
Se asoma a la mirilla. La chica.
Ella abre apenas un poco. La puerta entornada.
–Esperame.
Va y busca la bolsa roja. Se la entrega sin animarse a mirarla.
–¿Puedo entrar?
La puerta se abre.
La chica entra como un Papá Noel de incógnito, llevando la bolsa que acaban de entregarle.
Ella va a desplegar otra silla. Van a sentarse mirando hacia la ventana. Van a quedarse un rato en silencio.
–Querrás saber.
–No hace falta.
–Quería vender esa cosa. Es de mi tío. Era de mi tío. Se murió. Vivía con él. No tengo un peso. No sabía qué hacer.
Afuera se oyen gritos, voces que cantan, festejos y un trueno.
–Viento sur –dice ella.
La chica estira las piernas.
–Debe ser por la pinta que tengo. La saqué para mostrarla, nada más. Para preguntar dónde podía venderla. Debe ser por la pinta, digo. Todos creyeron que iba robar. Si no sé ni cómo sostenerla… Ella busca la bolsa de tabaco y se pone a armar un cigarrillo. Cuando lo termina, lo deja a un lado. Arma otro.
–Tengo sidra. ¿Querés?
–La chica sonríe y acomoda la bolsa con la escopeta en un rincón.
La noche llega mansa a esos cuerpos cansados y serenos en la oscuridad. Dos sillas ante una ventana, el viento que trae olor a lluvia, los vasos, los cigarrillos. La compañía de quien sabe estar ahí, sin decir nada, dejando el tiempo pasar.
La mañana llega cuando todo lo que duele ha tenido un respiro. La mañana trae algo de belleza. De felicidad.

 

Diario La Voz del Interior, Suplemento Número Cero (24/12/17). Recuperado de: https://www.lavoz.com.ar/numero-cero/lluvia-de-fuego-un-cuento-de-navidad


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