Alma de Peón, novela de Maximiliano Mainero
Maximiliano nació el 19 de marzo de 1986 en Las Varillas, provincia de Córdoba, Argentina. Durante quince años vivió en la ciudad de Córdoba donde se formó académicamente en la Universidad Tecnológica Nacional y en la Universidad Nacional de Córdoba.
Se reconoce como un
soñador. Alguien que decidió compartir su alma con el mundo a través de las
páginas que un día nacieron del corazón. Alma de Peón es su primera
novela, una obra que combina sensibilidad, profundidad psicológica y una
poderosa metáfora sobre la transformación humana.
PARTE I
El Umbral
En el principio existía el Umbral.
Un mundo suspendido en mármol frío y
silencio espeso. Un lugar sin tiempo donde las piezas dormían su identidad en
fila, aguardando el día en que serían llamadas al juego.
Nadie hablaba del “camino de las
sombras” como destino, se lo murmuraba como se murmura la muerte, con temor,
con una esperanza maldita y con la certeza de que al cruzarlo uno jamás
regresaba igual.
Las columnas del Umbral sostenían un
cielo artificial hecho de cristal opaco que nunca cambiaba. Ni día ni noche,
solo luz inmóvil y bajo esa luz desalmada los peones compartían el mismo pedazo
de piedra para entregarse al sueño. No había jerarquías ni nombres solo la
tenue diferencia entre blancos y negros.
Solo el Rey y la Reina moraban sobre los
pilares del linaje donde no llegaban ni el ruido ni la mirada de los comunes en
las alturas donde el aire era distinto y el tiempo parecía inclinarse ante
ellos. En los extremos las torres vigilaban en silencio, guardianas de antiguos
secretos, cómplices de todo lo que nunca debía ser dicho.
Los peones separados por el color que el destino les asignó resistían como orantes sin altar, con la frente baja y el alma encendida. No temían al llamado, lo aguardaban como se aguarda una profecía sabiendo que el Camino de las Sombras no era castigo sino tránsito. Un rito antiguo donde el dolor purifica y la oscuridad revela.
Entre todos los peones estaba Max.
Desde que tenía memoria supo que no encajaba,
no por rebeldía ni por alguna rareza gloriosa que lo hiciera especial,
simplemente era distinto como si su alma estuviera afinada en otra frecuencia.
Mientras los demás forjaban músculos y
obediencias para la guerra, él escribía no poemas ni proclamas, solo
pensamientos que no encontraba en ninguna boca, allí resguardando palabras como
si fuera su única forma de respirar. Escribía en un cuaderno que escondía bajo
el colchón.
Mientras todos hablaban de avanzar, de
conquistar, de vencer, él preguntaba ¿por qué? La pregunta flotaba incómoda,
nadie respondía, porque sabían que las preguntas desnudan el sinsentido.
Solo con Elías podía compartirlo. Y en ciertas noches de insomnio con Lys.
Lys no era una presencia común, no compartía la
mesa ni dejaba huellas en el suelo, no parecía cruzar los pasillos. Su forma de
estar era distinta, difusa como una sombra que se acomoda en el borde de la
visión, como un susurro que se atreve cuando todo alrededor calla.
Max la conocía desde que tenía uso de razón, no
podía recordar la primera vez que la vio, quizá fue en una pesadilla o tal vez
en uno de esos días en que todo parecía más fácil si uno simplemente dejaba de
intentar. Lys aparecía justo en esos momentos, cuando la duda se enroscaba como
una serpiente en su garganta, cuando los otros lo miraban sin verlo y cuando
escribir dolía más que callar.
Siempre vestida de rojo con esos ojos verdes que no pedían nada, lo sabían todo. Su voz suave melodiosa con un filo invisible que solo sugería, como quien no da una orden sino una excusa para rendirse sin culpa.
Una noche, Max estaba sentado contra la pared
de piedra en silencio, el cuaderno a su lado, sin una sola línea escrita, la
tinta seca y el alma también.
Entonces ella apareció no con estruendo ni como
un milagro, solo apareció, apenas iluminada por la luz temblorosa de la vela.
—¿Otra vez escribiendo lo que duele? –dijo con
una sonrisa que no era burla, pero tampoco ternura.
Max no contestó, la miró con esa mezcla de
recelo y necesidad que solo se le tiene a lo conocido.
—¿Y si no hace falta más? –susurró caminando
lentamente hacia él, con pasos que no hacían ruido.
—¿Y si ya sos suficiente así?
Se detuvo frente a él, se agachó, le retiró un
mechón de cabello de la frente con una delicadeza casi sagrada.
—Siempre estás tratando de llegar a algún
lugar, Max.
Buscando un lugar donde todo doliera menos.
—Y vos siempre aparecés cuando me detengo
–respondió él, sin fuerza en la voz.
Ella apenas rio. –¿Y si detenerse fuera
precisamente el camino?
—No quiero rendirme –murmuró él casi para sí
mismo.
—No se trata de rendirse –dijo Lys, acercándose
aún más, tan cerca que él podía sentir su aliento tibio– se trata de descansar,
de dejar de pelear con fantasmas, de entender que no tienes que demostrarle
nada a nadie ni siquiera a vos mismo.
Max cerró los ojos por un instante, creyó que
todo podía terminar ahí, que si cedía y se entregaba a esa calma aparente tal
vez la angustia se apagaría.
Ella apoyó la cabeza en su hombro y el mundo
pareció detenerse.
A veces Max quería creerle. Incluso llegaba a
hacerlo. Sin embargo, en lo más profundo del pecho, algo latía distinto, como
si intuyera que aceptar esa paz implicaba dejar morir algo que aún no había
nacido.
Elías –el Caballo– y Max eran inseparables como
los extremos de un mismo hilo, distintos en forma, pero tejidos por el mismo
carretel.
Él era ágil, valiente, impredecible; un rebelde
sin causa cuya sonrisa bastaba para partir el miedo en dos.
Defendía a Max cuando los demás se burlaban de
sus silencios, de su cuerpo, de las dudas que no sabían esconderse y lo
estimulaba a gritar cuando todo en él pedía callar. Lo obligaba a saltar cuando
apenas quería mirar desde lejos.
Era su mejor amigo, su salvavidas cuando el
mundo apretaba.
Nacido dos filas atrás, aunque siempre parecía
adelantarse: rápido, decidido, fuerte, certero en todo lo que a Max le
temblaba.
A pesar de todo, en las amistades verdaderas también pueden esconderse grietas. A veces, es en la lealtad donde la noche encuentra una rendija. La de Elías tenía nombre, ese nombre era Eva.
Eva no se parecía a los demás. Peón blanco,
hija de la Reina, criada en los recintos altos donde el pan conservaba su sabor
y las palabras llegaban envueltas en terciopelo.
Su alma no comprendía de jerarquías ni
protocolos, bajaba al ala común sin miedo, no por simple curiosidad sino por
una sed profunda de verdad.
Quería conocer el mundo que le habían ocultado
detrás de brocados y silencios.
Amaba curar las heridas de las personas y
soñaba con estudiar medicina, un arte prohibido para los peones, a pesar de
todo lo hacía en secreto estudiando a la luz de una vela manuscritos antiguos
robados del archivo real como si cada página robada fuera un acto de libertad.
Lo vio a Max por primera vez en la sala de
lectura abandonada del Ala Norte entre estantes vencidos y muros que supuraban
humedad.
Se miraron con timidez entre los estantes. Una
sonrisa torpe, casi vergonzosa, bastó para encender el temblor en él. Bajó la
cabeza y siguió caminando como huyendo hasta perderse en el rincón donde la luz
apenas sobrevivía. Se sentó con la espalda contra la pared, sacó su cuaderno y
empezó a escribir o eso intentó. A cada segundo alzaba la vista buscando con
disimulo si ella seguía allí. No podía concentrarse, el corazón le latía
distinto. Sintió que algo dentro se hubiese movido de lugar.
Ella, por su parte, regresaba cada tarde a la
misma hora al rincón donde lo había visto por primera vez. No sabía bien por
qué. Solo quería comprobar si seguía allí. Le intrigaba su presencia
silenciosa, el modo en que se ocultaba entre sombras para escribir. Quería
observarlo sin ser vista, entender qué buscaba o qué escondía. Le llamaba la
atención su forma de andar.
Una tarde él estaba sentado en el suelo
escribiendo en silencio. Ella se acercó despacio, se arrodilló a su lado y con
una voz suave preguntó:
—¿Qué escribís?
Max no se giró de inmediato, permaneció
inmóvil, sorprendido. Miraba de reojo intentando comprobar si aquella presencia
era real o fruto de su imaginación. El corazón le palpitaba con fuerza, pero la
paz que traía su voz fue suficiente para aquietarlo. Entonces, alzó la mirada,
la buscó con los ojos y respondió:
—Nada que se entienda, escribo para no
olvidarme de que alguna vez pensé distinto.
Eva sonrió, no del todo, fue una sonrisa leve
nacida por dentro. Un temblor apenas visible en los labios que se instaló en el
pecho y no quiso irse.
—Entonces vale la pena –dijo.
Al oír sus palabras él sintió una calma nueva.
Su cuerpo habló antes que su mente y la mirada le quedó clavada en sus ojos, de
un pardo profundo como la tierra mojada al final del otoño. Era rubia, de una
belleza callada, una mujer que parecía haber desafiado al tiempo y al linaje
por igual. Su presencia no podía pasarse por alto.
Eva se levantó sin decir una palabra, no hubo
gesto ni señal que revelara lo que palpitaba en sus pupilas. Simplemente giró
sobre sí misma y camino hacia la puerta con la calma de quien no huye sino de
quien sabe cuándo retirarse. Antes de cruzarla se detuvo, no se giró del todo,
apenas ladeó el rostro y entonces lo miró. Sus miradas se encontraron y el
tiempo pareció quebrarse en ese instante mínimo.
En ella había calidez otoñal, en él aquellos
ojos verdes –tristes, distintos desde siempre– mostraban una herida de esas que
no se ven, hecha de ausencias viejas, silencios que lastiman y palabras que
dejaron cicatriz.
Ese momento se le quedó adentro, lo acompañó
durante noches enteras, no era seducción lo que habitaba en ella, era algo más
profundo.
Sentía que esa mirada pudiera leer pensamientos
que aún no se atrevía a pensar. Como si al mirarlo le susurrara sin hablar: –No
estás roto, solo sos real.
Eva, sin saberlo, era el centro de un rito que
Max repetía cada tarde en el Ala Norte. Un acto silencioso de búsqueda y fe,
cada paso lo arrastraba más cerca de ella, no de su cuerpo sino de esa
sensación inasible que dejaba flotando en el aire como un perfume que no
pertenece al tiempo.
La observaba desde la sombra oculto entre
estantes polvorientos, era un testigo sin voz perdido en un sueño que no se
atrevía a tocar. No era solo su belleza, era la forma en que se movía por el
mundo, esa seguridad que no exige y esa distancia que no hiere, pero deja un
hueco.
Hasta que un día ella lo vio, su andar se
detuvo, la mirada de Eva –por fin– se posó sobre él como si siempre hubiese
sabido que estaba allí. Entonces se acercó.
El mundo en ese instante se hizo pequeño, tan
pequeño que solo quedaron ellos dos.
Le ofreció la mano y el roce bastó, una
corriente tibia le cruzó el pecho, todo en él pareció latir al mismo compás. No
hubo palabras, solo el contacto leve de un beso, suave, casi irreal.
Un suspiro se posó sobre sus labios, fue un
beso que no pedía permiso, que no decía “te quiero”… lo decía todo.
Ese fue el principio.
En el Ala Norte encontraron su refugio, se
sentaban espalda con espalda, ella estudiaba anatomía y él escribía sobre
almas.
Con el tiempo se enamoraron, no como en los
libros del Umbral donde el amor era un pacto y los vínculos obedecían a una
arquitectura de conveniencias.
Lo suyo fue distinto, nació en los márgenes, en
el silencio. Allí donde la mirada del mundo no alcanza.
Fue un amor sin moldes, un río fuera de cauce
que no destruía y hacía fértil la tierra por donde pasaba.
No obedecía reglas.
No respondía a relojes.
No encajaba en ningún mapa.
Era un incendio manso, ardía sin dejar cenizas,
iluminaba sin herir y abrazaba sin poseer.
Aunque vivió lejos de todo lo permitido nunca
fue sombra, fue luz, de esas que incluso cuando ya no están, siguen encendidas
adentro.
Más tarde Max supo quién era ella, la hija de
la Reina Blanca.
La única entre ellos con una puerta abierta
hacia lo alto y, aun así, elegía quedarse abajo. Eva no hablaba de libertad, la
encarnaba.
Los hermanos de Max sabían del amor que lo unía
a Eva, ese lazo invisible que no pedía permiso y sostenía todo.
Eran cuatro peones –Max había nacido tercero.
Él estaba ahí en medio como un puente que nadie
pidió construir, pero que alguien, tarde o temprano debía cruzar.
Alex fue el
primero y como todo primogénito no nació solo, nació junto a la expectativa, al
mandato invisible y al deber no dicho. Nadie se lo pidió, aun así, él lo
entendió desde temprano, tenía que ser el fuerte y el que no duda.
Creció entre silencios que otros no sabían
nombrar, aprendiendo a ordenar el caos con la sola presencia de su cuerpo
erguido. No necesitaba levantar la voz, bastaba su forma de mirar y la quietud
con que permanecía en pie mientras los demás se desmoronaban.
Era el tipo de hombre que no busca ser seguido
y a la vez al que todos siguen igual.
El que no pregunta si está bien, ya decidió
hacer lo correcto.
Desde joven fue estructura y disciplina,
impaciente con la debilidad ajena y más aún con la propia.
Parecía hecho de piedra, pero dentro ardía una
llama que nunca mostró del todo.
Capaz de sostener el mundo con una sola mano,
aunque en secreto a veces solo deseara soltarlo un instante, respirar. Pero no
lo hacía, nunca lo hacía.
Porque ser el mayor no es un privilegio, es una
forma de amor que carga más de lo que muestra.
Alex amaba a Max sin decirlo con una lealtad
callada, de esas que duelen más cuanto menos se notan.
Paul, el segundo,
llegó como una tormenta de verano sin aviso, sin permiso y sin la menor
intención de quedarse quieto.
Tenía la sonrisa torcida de quien siempre sabe
algo que los demás ignoran y los pies demasiado veloces para cualquier mandato.
Donde Alex había sido estructura, él fue fuego
descalzo corriendo sobre piedra. Desafiaba, rompía reglas, discutía sin tregua
y después se reía como si el mundo entero fuera un juego que solo él sabía
jugar.
Y nadie –nunca– lo castigaba por ello.
Era el que más renegaba y el que más se
alejaba. Aunque pocos lo dijeran en voz alta, el que más fascinaba.
Tenía algo, una forma de mirar que abría
puertas. Insolencia luminosa, luz propia, indomable que lo salvaba incluso de
sí mismo.
Mientras los demás se doblaban para encajar, él
caminaba derecho, aunque fuera hacia el borde.
Él pareciera no mirar a nadie y los demás lo
seguían con los ojos. Tal vez porque era imposible no hacerlo.
No cargaba culpas ni arrastraba pasado, vivía
como si el mundo no pudiera alcanzarlo.
Ralph, el cuarto,
el refugio.
Era el menor, pero jamás pareció el más chico.
Desde pequeño hablaba con una voz que no pedía
respuestas. No gritaba ni discutía, simplemente afirmaba. Cuando decía algo,
los demás sin saber por qué terminaban haciéndolo. Tenía ese modo de ordenar el
mundo sin necesidad de imponer.
Todo en él parecía estar en su sitio, el
peinado, las palabras, las emociones, incluso el caos ajeno.
Ralph lo analizaba todo, lo clasificaba y
explicaba.
No soportaba el azar ni los errores. La
improvisación le parecía una forma de pereza emocional.
Era observador hasta el límite, podía detectar
una mentira en el temblor de una pestaña y escuchar lo que no se decía.
Era controlador y tan encantador en su
precisión que enojarse con él resultaba inútil.
Ordenaba hasta el silencio.
Aunque era el último, muchas veces parecía
haber nacido antes que todos.
Con él no existía el no. Simplemente sentía
apenas un desvío que pronto encontraba forma de doblar.
Así sin levantar la voz, sin empujar, Ralph
terminaba llevándote exactamente donde quería. Porque su voluntad no se
imponía, se infiltraba y una vez adentro ya no había marcha atrás.
Max era el más
obstinado en soñar, no por terquedad sino por necesidad. Soñaba porque el mundo
tal como era no sabía hablarle en su idioma.
Mientras otros caminaban recto, él se desviaba
hacia las preguntas. Aquellas que no cabían en las conversaciones comunes,
porque ya había aprendido a fuerza de lágrimas calladas que no todos quieren
escuchar lo que desordena sus certezas.
No pensaba como los demás ni avanzaba como
ellos. No buscaba vencer, dominar y menos ser el primero. Solo quería
comprender y ser comprendido.
Desde temprano supo que era distinto, no por
falta de voluntad sino porque sus bordes eran suaves y el mundo parecía estar
hecho de esquinas.
Tenía los pies en la tierra, pero su alma vivía
en el agua. En ese lugar donde las emociones no piden permiso y el dolor no se
explica, se siente.
Su refugio era la música, le hablaba cuando
nadie más lo hacía y le susurraba verdades sin palabras.
Cuando la melodía no alcanzaba se entregaba al
cuaderno, ese pedazo de papel escondido bajo el colchón donde volcaba todo lo
que no podía sostener en la piel. Allí escribía para no romperse, para
recordarse quién era cuando el mundo lo olvidaba.
Escribía con la herida abierta y el corazón
sobre la hoja, aunque nadie lo leyera, las palabras lo entendían.
Era sensible, a veces demasiado, bastaba un
gesto para quebrarlo, una nota malherida o esos silencios que duelen más que
cualquier palabra, para que algo dentro de él se resquebrajara. Cuando nadie
entendía lo que él intentaba decir, el cuerpo hablaba en su lugar, gritaba por
dentro. Y en su pecho, los gritos eran música, la única que su sangre sabía
entonar.
En su camino, la comunicación era un caos
envuelto en alardes, comparaciones y gritos superpuestos como si hablar más
fuerte fuese una forma de tener razón. Y él en medio de ese estruendo que no
decía nada, huía en silencio. Buscaba refugio junto a los árboles donde el
mundo, por fin, bajaba el volumen. Allí respiraba hondo, la tierra le prestaba
su aliento y abrazaba dos plantines pequeños que no sabían de ruido, pero sí de
ternura. Uno, llamado Emily, florecía en pleno verano como si llevara en sus hojas
el arte de celebrar la vida incluso en medio del caos. El otro, Marie, resistía
el invierno con raíces firmes, cuidando el calor en su centro como quien espera
sin apurarse. Ambos lo recibían sin juicio, sin preguntas y en ese silencio
compartido, él recordaba que ser amado no siempre requiere palabras.
Muchos lo confundían con debilidad, pero la
verdad era otra, Max tenía la valentía de sentir, incluso cuando dolía. Porque
no vino a encajar ni a repetir formas ajenas u ocupar casillas heredadas. Vino
a transformar.
Aunque aún no lo supiera, esa diferencia que
tanto le pesaba, ese temblor en la voz, esa lágrima oculta en sus ojos verdes
era en verdad su mayor poder.
Alex se burlaba del amor, no por crueldad sino
por miedo.
—Las hijas de la Reina no se mezclan con el
barro, Max –decía con esa sonrisa filosa que usaba para ocultar lo innombrable
—Te va a romper el corazón.
Paul no hablaba, nunca lo hacía. Asentía en
silencio con la mirada anclada en algún lugar que ya no existía. Cargaba con
una tristeza ajena asumida como penitencia. Como si amar hubiese sido un error
que él ya había cometido antes de que Max siquiera lo intentara.
Ralph comprendía el vínculo entre Max y Eva,
tanto que los protegía. Cuando se encontraban en el Ala Norte, él se colaba en
la sala y arrancaba melodías falsas de su laúd mal afinado, canciones que no
decían nada y, sin embargo, servían de señal. Una forma elegante de mentir por
lealtad, haciéndoles creer a los guardias que estaban solos cuando en realidad
entre sombras y paredes se ocultaba un amor prohibido.
Desde el primer instante Elías comprendió lo
que entre ellos ardía, no necesitó de palabras. Bastó con ver cómo ella lo miró
aquella tarde entre estanterías polvorientas y luz dormida, esa forma de mirar
que solo nace cuando el alma reconoce a la suya.
Sintió el filo del dolor, también el ardor del
enojo. Esperó en silencio a que Max hablara, a que pusiera en palabras lo que
ya quemaba en el aire. Y cuando finalmente lo hizo –cuando dijo su nombre con
esa mezcla de pudor y reverencia– algo se quebró en la mirada de Elías.
Max se quedó en silencio, lo observó sin saber
si abrazarlo o pedirle perdón.
Elías, fiel a su estilo no se rompió solo
apretó los puños.
—¿Hace cuánto? –preguntó sin mirarlo.
—No lo sé... –dijo Max–. Tal vez desde siempre.
Elías tragó saliva, se rio. Fue una risa sin
cuerpo quebrada apenas nació.
—¿Y vos sabés lo que eso me hace, Max?
—No quiero lastimarte Elías, perdón.
—No… No digas eso. –Se adelantó un paso. –Cada
vez que la mirabas, cada vez que ella te buscaba yo estaba ahí.
—Elías... Escúchame...
—¡No! ¡No me expliques! –gritó. Algo en su voz
tembló demasiado como si la rabia fuera solo un disfraz torpe sobre el llanto.
El silencio se volvió espeso, insoportable.
—¿Sabés qué? –dijo Elías con los ojos clavados
en los de Max–. Que estoy enamorado de ella.
Max lo miró sin entender, sintió el peso del
mundo desplomarse en su pecho, las palabras no vinieron solo el silencio.
—Yo te cuidaba Max, te empujaba a ser más
fuerte no porque fueras débil sino porque en algún rincón de mí sentía que eras
mío, hasta que llego llegó ella. Su voz se quebró.
—Eva nunca me eligió y nunca lo haría.
Max bajó la mirada, no por culpa sino por esa
impotencia muda que se escucha incluso antes de entenderse.
Elías respiró hondo, su rostro era un campo de
batalla entre el orgullo y la tristeza.
—Ahora estoy roto Max, no sé si puedo seguir
queriéndote sin lastimarte.
Max dio un paso, Elías se apartó.
—No. No vengas ahora, ya es tarde para abrazos.
Giró con violencia sin darle a Max la menor oportunidad de responder y se alejó
al galope
Max con los ojos llenos de tristeza espesa lo
miró partir.
Durante semanas evitaron encontrarse, no fue un
pacto ni una decisión hablada sino una coreografía muda entre dos almas
heridas. Se esquivaban sin hacerlo evidente como si el espacio entre ambos
supiera replegarse solo, como si el aire mismo aprendiera a doblarse para que
sus caminos no se rozaran.
No hubo gritos ni peleas, solo una ausencia
punzante más feroz que cualquier palabra.
Max vagaba por los márgenes del Umbral buscando
en el silencio algún sentido que nombrara lo innombrable.
Elías, en cambio, se refugiaba en la velocidad,
en los ejercicios, en esa furia muda de quien no sabe dónde guardar lo que
duele.
Cuando sus miradas se cruzaban inevitablemente
en algún pasillo, en una esquina sin nombre se reconocían con la angustia de
saber que algo se había quebrado.
Max seguía con su rutina cargando el peso de
todo lo vivido como quien repite gestos que ya no le pertenecen. Nada lo
sostenía del todo, pero algo –una inercia antigua–lo mantenía girando en el
mismo eje, como esos relojes que aun rotos siguen haciendo ruido.
Hasta que una tarde cualquiera –o tal vez
no–llegó al rincón más oscuro del Umbral. Allí el mundo se detenía, no había
puertas ni señales solo un vacío inmóvil quieto como un presagio que respiraba
con la cadencia de una bestia dormida.
Estaba frente al límite, no por lo que veía
sino por lo que su alma sentía.
—¿Es ahí? –preguntó Ralph, con la voz apenas
quebrada.
Max asintió con un gesto leve, firme.
—No parece tan distinto –intentó sonreír su
hermano.
—No es el lugar lo que cambia –dijo Max–. Es lo
que te pide dejar atrás.
Ralph guardó silencio, luego apoyó una mano
sobre su hombro.
Max sintió ese calor, se giró y lo abrazó con
fuerza. En su interior ya lo sabía, no habría retorno.
Aunque el Umbral ofreciera seguridad, afectos y
recuerdos, había dejado de ser hogar. Ahora era una sala de espera sin
propósito, una memoria encarnada en piedra, un refugio que ya no abrigaba.
La incomodidad había crecido como una planta
ciega buscando luz, ya no podía dormir sin sobresaltos, no podía escribir sin
sentir que faltaba algo esencial, no podía respirar sin percibir el zumbido de
lo no dicho.
La incomodidad de vivir en el Umbral no era
física, era espiritual, el roce constante entre lo que era… y lo que debía
llegar a ser. Y en esa incomodidad, en ese temblor callado, nació el paso más
importante: el deseo de partir.
Diario
del Peón
A veces siento
que el Umbral no es un lugar, sino una forma de ser.
Una forma de
estar sin pertenecer del todo.
No hay paredes
visibles, pero igual encierran.
No hay
barrotes, pero igual pesan.
Aprendí a
mirar desde la sombra.
A escribir lo
que no me dejaban decir.
A quedarme
quieto cuando todo empujaba.
A amar en
silencio.
A desear sin
hablar.
No quiero
jaque mate.
Quiero verdad.
Quiero ser.
Comprendí que
el Umbral es apenas la pausa antes del primer paso.
—Max
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